“Por aquí, por allí, en animalito te convertí”

Por Berta Echániz Martínez

Lo confieso. A veces (muchas), imagino que soy bruja. Una de esas brujas que con sólo recitar una frase de su poemario mágico convierte a las gentes indeseables en viscosos sapos verrugosos y pánfilas garrapatas que penden del escroto de un asno. Y sabéis qué, que como soy de las que cree que si deseas mucho mucho una cosa, más temprano que tarde, una estrella fugaz caerá sobre mi cabeza para concederme deseos…, pues yo, por si acaso, voy haciendo una listita con esas gentuzas que se tropiezan en mi camino, más que nada, para que, llegada esa noche, no tenga que entretenerme mucho con este deseo y pueda pasar rápidamente a cumplir otros con más enjundia.
Aunque he de reconocer que, con el tiempo, esto de la lista se ha convertido en un vicio, una perdición que tengo que ir frenando porque apenas queda un huequito libre en la hoja de mi diario que destino a tan maléfico plan. Y mientras apuro sus bordes, declamo alegremente emulando a mi maestra: “Por aquí, por allí, en animalito te convertí!!” Y entonces, sonrío.
Veo a esas gentes que aplauden en falsete palabras ajenas para poder soportarse, esas que interpretan un tedioso papel que, en el peor de los casos, tampoco han tenido el coraje de elegir y que balancean sus cabezas al mismo ritmo que otros mueven el culo. A esas que, cobardes, ponen zancadillas silenciosas para proteger un cubículo mohoso, las veo convertirse en miopes babosas reptantes que buscan sin éxito una concha a su medida que les ofrezca la opción de desaparecer. 
Oh, y a esas otras gentes que se pasan el día estirando sus pedantes cuellos para mirarte desde arriba y, desde las alturas de su mediocridad, poder gruñir a los siete vientos proezas y lecciones morales que, sospechosamente, siempre son mejores que las tuyas. A esas las veo convertidas en atareados escarabajos peloteros obsesionados por moldear una bola de mierda infinita que siempre olerá peor que la tuya. 
Y a esas otras, esas que gustan de discursos huecos que recuerdan a alcanfor y bisoñés, que juegan a la acción desde sus ridículas poltronas de colores pastel y tipografía vintage, incapaces de emitir movimiento alguno por miedo a perder un asiento que, con roña y pringue, tiene pegada su silueta, a esas las veo convertidas en bobalicones gusarapos que desfilan en círculos eternos en una charca sin salida al mar. 
Y qué me decís de esas gentes que, en vez de hablar, escupen. De esas que arañan reproches y amontonan bufidos cuando se tuercen sus órdenes, esas que sólo actúan cuando acarician recompensas y olvidan tu nombre ante el más ligero asomo de crítica o hasta el día en el que dejas de ser un cítrico exprimible. A esas las veo convertirse en lombrices bizcas que pululan desorientadas en dunas de sal y pimienta.
Y así, suavemente, voy entornando los ojos. Y así, lentamente, voy dejando de ver... convencida de que sólo es un sueño. Las fantasías de una torpe bruja novata que se pregunta cómo coño va a confeccionar encantamientos si apenas sabe manejar los poderes con los que venía de fábrica. Pero entonces, ocurre. Una gata panzuda con sonrisa de raja de sandía me susurra al oído que ya soy una bruja, que los hechizos se cocinan con palabras de colores afiladas como dardos y sazonadas con carcajadas generosas que se contagian por el aire. Que las pócimas florecen con gotas de amor espontáneo, verdad suelta y saberes sinceros y que si todo esto me falla, siempre podré cantar… “treguna mecoides trecorum satisdi”.

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