Lo que escondían sus ojos. Una serie para el olvido

Por Berta Echániz Martínez.




"Los crímenes que escondían  sus ojos" de Carlos Hernández, en eldiario.es (23/11/2016)
"Banalizar la historia del franquismo" de Shlomo Vasov, en Periódico Diagonoal (23/11/2016)
"Si los españoles terminaron en Mauthausen fue gracias al cuñadísimo Serrano Súñer" de Carlos Hernández, en el diario.es (20/12/2016)

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La vitrina

Por Miguel Ángel Viso Camenforte

“Que bonitos son los vasos que nunca se usan”, pensó Justa mientras escudriñaba la vieja vitrina verde. Acababa de entrar en la casa de su infancia, de sentir el olor a madera del antiguo portón tras girar dos vueltas la enorme llave de hierro en la cerradura. No tardó ni dos segundos en abrir las dos hojas de la ventana del salón y quedó inmóvil observando el polvo que pululaba en el ambiente bañado por la inesperada claridad del sol. Al lado estaba la vitrina, donde siempre, con sus verdes patas de madera, los verdes cajones con dorados tiradores redondos, sujetando en lo alto la cristalera que guardaba la vajilla y la cubertería buenas. Y comenzó a recordar…
De sus cuarenta y cinco años de vida, llevaba treinta y siete fuera de aquellas paredes. Su último recuerdo de la ciudad está empañado en lágrimas, dolor y miedo. Desde el abarrotado carguero Stanbrook, se despedía sin quererlo de su madre, la cual, desde el puerto, le lanzaba con las manos los últimos besos salados, hasta que se perdió el barco en la inmensidad del mar. Nunca más supo de ella. Tres años antes había perdido a su padre. Perderlo no significaba que estuviera muerto, simplemente que no estaba, como si la tierra se lo hubiera tragado de la noche a la mañana. Un día su padre dejó de habitar la casa y las tierras de alrededor. Su sombra, como el recuerdo, seguía allí cuidando a la familia y guiando el camino, pero ya no habría más besos de esos que rascaban con la barba la cara de Justa, ni abrazos que llenasen los vacíos profundos del alma. De Enrique, tampoco se volvió a saber.
Justa analizaba el interior de la vitrina. Una caja de mixtos con el escudo del Hércules, con la que Enrique encendía el fuego para cocinar; una estampa de la Santa Faz a la que Marina, la madre, encomendaba protección divina para su familia; y como no, un cartel de 1936 que año tras año renovaba la vecina María con los números del sorteo de los iguales[1], listado con el que Justa jugaba a memorizar con el resto de niños de la calle. Cerró los ojos en señal de concentración y en voz baja trató de recordar: “el 1, el galant; el 2, el sol; el 3, el xiquet…”. Mordió su labio inferior, abrió los ojos y negaba levemente con la cabeza al rememorar aquellos momentos de juego y vitalidad en el vecindario.
En medio de todo esto, una vida de treinta y siete años en Moscú. Una vida de treinta y siete años parece corta, pero según en qué circunstancias puede convertirse en una eternidad. Los primeros años fueron difíciles, no los más duros. El Stanbrook le enseñó el azul lapislázuli del Mediterráneo y la similitud de las ciudades que pueblan sus costas. De Orán solo recuerda la silueta de los edificios más altos y los destellos del sol en la orilla. No llegó a poner pie en tierra firme ya que, en el mismo puerto, otro barco se encargó de llevarla a la lejana Rusia. La niña Justa se sentía temerosa y encerrada en aquella residencia de blancos muros y jardines congelados. Sus necesidades físicas estaban cubiertas. Nunca le faltó un plato de comida caliente a medio día ni un colchón al anochecer, incluso compartía el tiempo con otros niños de España con los cuales podía comunicarse sin sentirse una extraña. Sin embargo, hay necesidades que nunca fueron paliadas. El paso de niña a mujer sin un segundo de transición, las emociones que necesitan ser contadas a unos oídos de confianza o la revolución que sufrió su cuerpo sin el cariño materno, la mimetizaron con el clima continental, se hizo fría como un bosque helado. Pero debajo de la escarcha latía la nostalgia de las raíces arrancadas.
Le costó hacerse con el idioma, sin embargo, una vez aprendido, pudo ejercer como intérprete en una escuela municipal. Entonces llegó Antón, un joven moscovita enamorado que pareció reverdecer el espíritu de Justa, pero pronto volverían las nubes negras, al verse incapacitado para procrear. Fue un obstáculo para desarrollarles como pareja feliz. Siempre gravitó su relación en torno a la maldición, como así lo veía Antón, enfadado con su sino que lo convertía en el protagonista de una ópera extremadamente dramática con el peor de los finales. Antón, que no podía crear vida, decidió arrebatarse la suya propia y entregarla a las espesas aguas del río Moscova.
La última fase en Rusia estuvo marcada por la soledad. Vivía de alquiler sola, pasaba miedo sola, caminaba sola por las calles mientras hacía sola la compra y, lo peor de todo, dormía sola. A pesar de la tristeza y frustración que transmitía Antón, le echaba de menos. Todas las noches se acostaba de lado en su parte de la cama, mirando y acariciando la ausencia en el lado de la cama de Antón. Le gustaba verlo dormir y mover las yemas de los dedos por su pecho. Las tres personas más importantes de su vida habían desaparecido de formas perversas: su padre de súbito, su madre en la lejanía del horizonte borrándose como una pesadilla al despertar, y su marido después de una larga depresión. Ya nada la ataba a Moscú y entonces llegó 1976.
Justa regresaba a casa movida por un impulso interno, algo indescriptible pero imposible de obviar. Sentía que estaba escrito, que su destino la empujaba a recuperar una vida anterior que durante décadas parecía acabada. Llegó a la ciudad, la vio cambiada pero idéntica en lo esencial. Su barrio le traía los recuerdos más felices, se veía de niña en las niñas que ahora saltaban a la comba. Los geranios en las ventanas olían igual. La vecina de su portal, la señora María, no podía creerlo. La reconoció al instante. Mantenía la costumbre de sacar una silla a la acera para hacer ganchillo. Cuando Justa se fue, María tenía cuarenta y nueve años. Ahora era una anciana de ochenta y seis, canosa y arrugada, pero conservaba un brillo especial en los ojos, la luz de las personas que tienen el espíritu joven y limpio. La señora María le dio un pañuelo que envolvía la llave de su casa y llegó el momento de entrar.
Ensimismada en el recuerdo, Justa volvió en sí al escuchar el ruido de un cartón que alguien desde la calle introdujo por debajo de la puerta. Lo recogió con recelo. Entonces comenzó a reír. El cartel con las terminaciones del sorteo de los ciegos de 1976. Se apresuró a colocarlo en la vitrina al lado del otro. Los pestillos ofrecieron una ligera resistencia pero finalmente cedieron. Justa permaneció mucho tiempo ojeando las dos fechas. Cerraba los ojos con fuerza y susurraba: “el 4, el llit… el 16, la guitarra… el 26, el pollastre… el 41, el negre… el 50, el cartutx… el 63, la paella… el 71, el mestre… el 88, les mamelles… el 94, la rata… el 96, l’Esplanada… el 99, l’agonia”. No quiso contar el último, el 00, porque todavía le quedaba mucho por vivir. Llenó un cubo de agua en la fuente que seguía en mitad de su calle y comenzó a baldear el portal. La señora María la observaba por encima de las gafas, sin dejar de tejer. Justa ya era otra, acababa de atravesar un túnel de casi cuarenta años. Ahora era capaz de mirar al pasado y comprenderlo todo, de darse las respuestas a las preguntas que la vida no le había formulado. Era una mujer plena. Y 1976 un buen momento para perderle el miedo al fascismo.
[1] Este es el nombre que recibía, en la zona de Levante, el sorteo de los ciegos antes de la creación de la actual ONCE en 1938.
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Joder, cuánto papel para tan poco

Por Alfonso Rodríguez Sapiña

¿En qué jodido momento se les ocurrió coger el lápiz –o la pluma- a los poetas de mi generación? Nietzsche sublimó sus afectos por Lou Andrea Salomé en un largo poema de amor, cuando ella le rechazó: Así habló Zaratustra… y así evitó la locura el filósofo. No quiero dar por sentado que todo poeta debe haber sentido un fuerte fracaso amoroso: hay poetas felices, joviales que sonríen y contagian estos fabulosos estados de ánimo. Lo que yo pretendo es simplemente ofrecer mi opinión a los amantes de la poesía: la mayoría de poetas vivos facturan inofensivos versos, ingeniosos como mucho; y cuando no es así, cuando sorprenden es la más de las veces en un contexto narcisista, de auto-reivindicación explícita o implícita, desmesurada.
Quiero decir que no hay esa locura genuina que fermenta, fermentaba, en las obras de Juan Gelman o Leopoldo María Panero. ¿Poetas vivos? Sólo me atrevo a nombrar con todas las de la ley a Jorge Riechmann y Enrique Falcón, autores cuya búsqueda ya es de por sí encomiable.
¿En qué jodido momento se les ocurrió pensar que por tener un sentimiento “grande” su poesía iba a serlo también?
¿En qué jodido momento trasladaron su pseudo-auto-análisis a un lenguaje lírico?
¿En qué jodido momento pudieron sentir empatía sin alcanzar la crítica necesaria?
¿Y la auto-crítica “así sin elaborar”?
Tengamos en cuenta que el estilo más reconocible de Bukowski es el de su madurez/vejez… si alguien lo imita en su juventud el resultado será ridículo, las más de las veces.
Tengamos en cuenta que la Unión Soviética dejó de existir entre 1989 y 1991. Esto implica para los jóvenes poetas que, como para cualquier otra persona, “el comunismo ha dejado de estar de moda”. Aunque hay muchas luchas que despuntan en el mundo
la cantinela para muchos, incluso para los que luchan y forman parte de movimientos de masas es que “el comunismo ha dejado de estar de moda”. Esto implica dentro del marco de la poesía joven en el territorio español a) desafección a toda política, b) compromiso amplio c) compromisos específicos. Los poetas de mi generación practican una poesía de tipo “a”, sobre todo…
…ideológicamente confusa… ¿alcanza la poesía joven un nivel formal interesante? ¿obtiene una propuesta estética que no nos deje indiferentes, que nos arranque un simple “qué bueno”?
Es algo complicado, mirando el tinglado en que se han metido poetas, cantautores, raperos y “amateurs” –ojo, en oposición a “profesional” como aquel que se toma en serio su ocupación- decir algo así como “qué bueno”; y es que los poemas, algunos aunque no todos, puedan serlo… pero piensas en el “halo de estrellas” que les rodea, en lo fácil que les ha sido publicar con tan poca auto-exigencia, puestos todos sus libritos en las estanterías de las grandes superficies…
…por lo menos nos evitaremos que se autodenominen “revolucionarios”, o “underground”… eso ya pasó para ellos: han cogido un tren y no va para San Petersburgo, no va para Palestina… su camino es que les suene la campana en uno de tantos premios, certámenes o concursos y poder publicar, siempre que tengan los derechos de autor –y ganancias- o les puedan dar por culo de algún modo
También es preocupante, a la par que la Universidad se vuelve elitista, que los y las poetas sean en su mayoría licenciados con alguna carrera, como si no hubiera poesía en las reuniones de amigos con estudios de diverso nivel, en las cárceles, los psiquiátricos, etc. La poesía no puede limitarse a “la academia”, como no puede limitarse a la “bohemia” y tampoco a una “disciplina de partido”…
Por lo menos hay un libro de Machado entre los más vendidos en poesía… pero sigo pensando que es desmesurado: las quinceañeras y los quinceañeros ya no comprarán/leerán a Rimbaud o Baudelaire sino a una pobre chalada o a un mentecato que se consideró digno de figurar junto a lo mejor de lo mejor –aunque esto último es un decir: el nivel general también es cuestionable-. Quizá ellos mismos no tienen ni sombra de duda por la calidad de sus libros. Yo también soy poeta y hay veces que no paro de leer y releer porque esto y aquello no me convence; y a día de hoy he conseguido que mis poemas del 2001-2003 “se queden como están”.
Más que pena, da rabia. Porque uno percibe las influencias y quizás es hipercrítico. ¿Es hipercrítico tratarlos de amateurs? Joder, cuánto papel para tan poco
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La desfachatez intelectual

La desfachatez intelectual. Comentario al ensayo de Ignacio Sánchez Cuenca

Por Eduardo Bueno Vergara.

Imagina al típico fulano enterado que de todo opina. Ese señor que pontifica desde la barra del bar sobre cualquier tema mientras la golpea con cada nueva afirmación que realiza. Es el típico cuñado del que ya hablamos anteriormente (enlace).
Ignacio Sánchez-Cuenca, en su libro recientemente publicado La desfachatez intelectual, sostiene que, desde las tribunas de los principales periódicos del país, buena parte de los considerados “intelectuales” se comportan de manera semejante a como lo hace ese señor cuñado que intenta dar consejos y lecciones a diestro y siniestro.
Se trata de, entre otros, los Arturo Pérez Reverte, Javier Marías, Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa o Fernando Savater.
Todos estos autores se caracterizarían por emplear un estilo sobrado y prepotente, aprovechando para ello la autoridad que les ha sido concedida. Sus afirmaciones grandilocuentes no dejan lugar a las dudas o los matices y no dudan en recurrir la ridiculización o el insulto para desacreditar opiniones contrarias.
Bajo ese manto de suficiencia, se escondería un manojo argumentos mal construidos, la reproducción de tópicos facilones y la enumeración de lugares comunes sin ninguna reflexión previa. Enmascaradas dentro de una prosa ágil, encontramos, en suma, reflexiones más propias de beodos tertulianos de Intereconomía o 13Tv.
Las explicaciones de estos “expertos” procederían de una serte de hilo compartido con la intelectualidad patria que se remonta muy atrás en el tiempo y que se resume en un análisis a partir de dos hechos que ellos consideran incontrovertibles y eternos.
  1. Existe una clase política que es, básicamente, imbécil. No hay diferencia entre derecha e izquierda, ni los intereses de clase representados, ni tampoco importaría el contexto socioeconómico momento.
  2. Por otro lado estaría la plebe, o sea, el común de los mortales, movidos por una especie de pulsión cainita que, cada cierto tiempo, nos conduce a matarnos entre nosotros (de ahí las guerras civiles), pero que la mayoría del tiempo permanecemos como españolitos abnegados que soportamos con estoicismo a los políticos imbéciles.
  3. Por encima de estas dos categorías sociales, políticos y españolitos, se alzarían desde una perfecta equidistancia los intelectuales, por encima del bien y del mal, siempre portadores de la verdad, pero nunca escuchados por los políticos ni comprendidos por la plebe.
El lector difícilmente podría diferenciar a Antonio Muñoz Molina de Herman Terschchs atendiendo a sus reflexiones sobre esa especie de eje del mal que conforman el estado de las autonomías, las diputaciones, la ley electoral, los sindicatos, los funcionarios, los coches oficiales, la ignorancia y falta de memoria de la gente y, muy especialmente, el nacionalismo catalán y vasco.
En definitiva, esa mezcla de cuñadismo, falta de profundidad en sus análisis, y también derechización de sus posiciones ideológicas les ha llevado a desempeñar un papel de irrelevancia a la hora de arrojar luz sobre las causas de la creciente desigualdad creciente vivida durante los últimos años.
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