La risa

Por Berta Echániz Martínez


Una de estas tardes, en un sueño de siesta, se me acercó Guillermo de Baskerville y, con una socarrona sonrisa a lo James Bond, masculló algo entre dientes, algo así como que la risa es “instrumento de verdad”. Antes de poder preguntarle si llevaba calzoncillos bajo su hábito franciscano, se esfumó y empecé a escuchar una cancioncilla, parecía una nana: “…tu risa me hace libre…” Era Miguel quien la entonaba, acurrucado en una esquina de la habitación se había hecho pequeñito, pequeñito... y apenas dejaba asomar una de esas sonrisas que duelen con sólo mirarlas. De repente, una misteriosa sonrisa vino volando hasta mi pelo y se posó en mi gancho rojo, a medida que intentaba atraparla, se hacía más y más grande… Se hizo tan inmensa, que explotó en una risa contagiosa que cambió la cama de sitio e hizo volar las sillas en una nube de vapor de té. Esa misma risa comenzó a alargarse como un chicle de fresa y se estiró t  a  n  t o, t   a   n   t    í   s   i   m   o  que, cuando me quise dar cuenta, estaba enrollada sobre mí. La única solución que encontré para zafarme de ella, fue darle mordiscos y, en unos minutos, mis bocados se hicieron más y más fuertes. Así, en un periquete, la engullí entera. Podía notar cómo se deslizaba lentamente hasta mi estómago y, mientras acariciaba la idea de tenerla allí durante unos días, ocurrió algo inesperado



Esa risa burlona se agitó con brusquedad y volvió a salir por mi boca en forma de alarido perruno. En ese momento comprendí que la risa, aunque la niegues, la arrincones, la ocultes, la encierres, la amordaces, la censures o la castigues siempre encontrará las artes para hacerse grande, contagiosa, flexible, larga o decidida, para llegar a convertirse en un ladrido revolucionario.

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