Por Dulcinea
Tomás Cámara
Si algo nos demuestra el cine de terror, es que no se puede callar a los
muertos. Los muertos salen finalmente a la luz, y escribirlos es en algunos
casos la única forma de exhumarlos. A veces no se gasta calderilla ni en
metáfora, y aquellos que fueron humanos se levantan, literalmente de su lecho,
en cualquier cementerio de cartón y pantano de plástico.
A lo mejor por eso nos gustan, todavía, las historias de fantasmas, la
taquilla repleta de personas nerviosas: los que creen, y luego no pueden
dormir, y los que se sonríen, apaciguados en el racionalismo de que el mundo de
los vivos es incomparablemente atroz frente a cualquier aparición a medianoche.
Todavía no he visto ninguna película, ninguna historia de miedo, que no
explique la motivación detrás de una presencia que asusta. En el fondo, hasta
los fantasmas más crueles tienen un pasado trágico, algo por resolver, un acto
que explicar, que vengar, que dibujar con tiza o con sangre en inglés. Y luego
la paz, el irse. O a veces quedarse pero habiendo desvelado la tristeza detrás
de su ira, meciendo hamacas en jardines sin tormenta o esperando pacientes a la
próxima familia de incautos que caiga en la trampa eterna de la mansión barata,
de la muñeca abandonada y de vestido lujoso, del amigo invisible que sólo ven
los niños, de la mujer falsamente acusada de brujería, de la caja de música que
suena sola, del útero usurpado. En la
violencia de otros sobre alguien que en otra vida fue vulnerable o distinto.
A lo mejor me equivoco pero siempre sospecho que el cine de terror tiene
algo de fábula: nadie se va sin explicar el resentimiento que perdura en un
baldío, en una casa, en un objeto. Como si el placer de darnos miedo exigiera
el deber de explicarnos las maldades de lo que se aparece detrás del espejo o
debajo de la cama. Que en el fondo hay más bondad en una película de miedo que
en la realidad, cuando ésta nos cuenta de otros monstruos y nos quedamos
perplejos porque nadie nos razona su pasado y sus consecuencias más feroces. O
porque a veces la explicación es tan mundana (obediencia debida, indiferencia, omisión,
odio) que da más miedo. Porque no hay nada más terrorífico que el terror arbitrario,
que el infierno por capricho. Porque estos monstruos, los que filman los documentales
o nos cuenta la vida, existen con tanta impunidad que prefiero un millón de
veces a esas brujas que en vida fueron parteras o paganas, a los niños malditos
sometidos a tutores malignos, a los vampiros convertidos por la fuerza, a los
zombies que ya sólo se alimentan de algo que florece o late. Hay una inocencia
salvaje en ese cine de clase dudosa que es maravilloso, como consciente del horror
pero humilde en detenerse a mostrarnos por qué esas criaturas se volvieron
contra el mundo. Y los espectadores, seguimos esperando esa historia terrible
para entender. Me gusta que sólo tengamos empatía con los monstruos de ficción.
Pero no me gusta que le pidamos menos flashbacks
a la Realidad, aunque jamás lleguemos a entenderla. Aunque sólo sea por el
hecho de que la masacre no pase desapercibida, que dé aún más miedo, que nos
haga saltar sobrecogidos y fabrique pesadillas, y nos robe el sueño, y así a lo
mejor nos mueva a emprender exorcismos diferentes o efectivos.
Y resulta que todavía no he escuchado ninguna historia de terror gratuita, que no explique las razones detrás del espanto o del ensañamiento de alguien o de algo que ya no debería estar entre nosotros. Eso me da una esperanza aberrante: porque en el cine nadie vuelve si se ha ido en paz. La indiferencia es el único desenlace para aquello que ya no duele o que ya no importa, que ha sido resuelto. Si algo valioso –acaso lo único– nos enseñan las películas de terror más olvidables, es que el Mal vuelve cuando se ha sufrido y nadie paga, cuando un abuso se queda sin justicia, cuando el crimen se entierra y desaparece. Pero la ficción es más amable en este sentido, y la Realidad, más escurridiza.
Y resulta que todavía no he escuchado ninguna historia de terror gratuita, que no explique las razones detrás del espanto o del ensañamiento de alguien o de algo que ya no debería estar entre nosotros. Eso me da una esperanza aberrante: porque en el cine nadie vuelve si se ha ido en paz. La indiferencia es el único desenlace para aquello que ya no duele o que ya no importa, que ha sido resuelto. Si algo valioso –acaso lo único– nos enseñan las películas de terror más olvidables, es que el Mal vuelve cuando se ha sufrido y nadie paga, cuando un abuso se queda sin justicia, cuando el crimen se entierra y desaparece. Pero la ficción es más amable en este sentido, y la Realidad, más escurridiza.
Después de una de miedo no puedo más que dormir con la luz encendida.
Porque no tengo duda de que a veces lo que nos acecha, está entre nosotros y
duerme tranquilo. A veces deseo con una convicción frustrada, que mi luz les
desvele a todos ellos, y de paso me guarde de cerrar los ojos e imaginármelos
tranquilos, pudiendo descansar todas las noches que les torturaron a otros.
Después de una de miedo pienso que ojalá alguna vez alguien filmara una
historia en que los monstruos de la ficción les asustaran la noche o la
conciencia a los de la realidad. Y ningún director tuviera que explicar nada. Porque
todos sabríamos porqué.
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