El día que me subí a un guindo

Por Berta Echániz Martínez

Creo en unicornios de colores. Colgando de mi cuello llevo un talismán mágico que estoy convencida que me protege de las energías chungas que algunas gentes dejan caer como un pedo traicionero. Sigo mirando al cielo, buscando a los duendecillos que pintan con sus brochas las nubes naranjas y malvas al atardecer. Ahora bien, yo de mi guindo no me he caído, ni me caeré, incluso, estoy aprendiendo a hacer acrobacias sobre sus ramas y cuando desciendo abrazada a su tronco, siento sus raíces hundirse intrépidas y fuertes bajo la tierra buscando un camino distinto, buscando un camino nuevo. 

Desde él, escucho piar a los polluelos cuando tienen hambre y me despiertan sus chillidos ahogados cuando los buitres les quitan sus nidos. Y entonces: un recuerdo. Recuerdo cuando de pequeña en el colegio, tuvimos que construir una casita de madera para dar cobijo a las aves de nuestro patio. Ningún pájaro entró en el refugio que muy torpemente diseñé: las paredes no encajaban y la techumbre apenas se mantenía estable sobre ellas. En aquel momento supe que jamás sería una buena arquitecta. Pero también descubrí que, en esta vida (quizá en la próxima, sea la reencarnación de Brunelleschi!) yo me dedicaría a dibujar árboles, muchos árboles. Tantos como me lo permitieran mis manos, tantos como para que todos los pájaros tuvieran uno o cientos donde poder retozar libremente. Y eso hice, hasta que un buen día, mientras bosquejaba el perfil de un guindo, acabé encaramada a él. 

Y así fue como me di cuenta que las vetas de sus ramas contaban historias. Si acercabas con suavidad tu oreja, como si tu mejilla silbara un beso a la rama en cuestión, ésta te devolvía voces de otros tiempos. Voces dormidas y olvidadas, voces anónimas y combativas, voces rebeldes y ojerosas… Y esos fragmentos del pasado, esas pequeñas historias que carecían de final, en primavera, se convertían en brotes, y más tarde, esos brotes se transformaban en nuevas ramas que inventaban danzas con el viento y sacudían otros relatos que pedían resucitar. 

Porque las memorias son movimiento y el movimiento implica acción. Porque de nada sirve recuperar una de esas voces y exponerla en una vitrina, limpiando el polvo los días de visita. Y mientras siguen atesorando vitrinas, hay quienes defienden con ahínco el oficio de historiar y se preguntan por qué no se les tiene en cuenta en esta sociedad. Pero… ¿dónde estáis gentes que estudiáis el pasado? Una de las ventajas de encontrarme, gran parte del día, subida en lo alto de mi guindo es que me permite otear el horizonte en muchas direcciones y yo, a la mayoría, no os veo, no os reconozco. Y qué queréis que os diga, como dice uno de mis nuevos maestros, Howard Zinn: Nadie es neutral en un tren en marcha

Porque entiendo la historia como una herramienta de conocimiento de la realidad que nos debe estimular a entender tiempos pretéritos, pero también el momento presente... 

Porque defiendo nuestra obligación de transformar la historia en instrumento de reflexión y crítica… 

Y para ello es inevitable manejar ideas e interrogantes que pervivan en el tiempo y nos comprometan con la transformación social que vivimos. Si las voces se mantienen encerradas en inaccesibles círculos académicos con supuestas inclinaciones eruditas, las estaremos ahogando, las estaremos estrangulando. 

No importa a qué árbol trepes, no importa si te caes de él o aprovechas su sombra un día de verano, si lo abrazas para comunicarte con él o lo vareas para recoger la oliva. No importa si es imaginado o regalado, si lo compartes con una amiga o lo heredaste de tu abuela. Porque siempre habrá voces esperándote, voces que te susurrarán retazos de otras vidas, que te hablarán de impotencias e injusticias, que te gritarán dolores y rebeldías. Porque esas historias no son nuestras, son del pueblo, devolvámoselas.

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