Cómo reconocer a gentes llorisquetas

 Por Berta Echániz Martínez

 

Dice mi buena amiga doña Sifonáptera que hay gentes que es mejor evitar trazando un grueso perímetro de seguridad que proteja nuestras siluetas. Y… ¿cómo coño se hace eso? le pregunté una de esas tardes amarillas de té y bolones de pica-pica. Claro, para ella resultaba muy fácil, es tan tan pequeña que, enfundada en una gota de lluvia, es capaz de impermeabilizarse contra esos posibles agentes venenosos. Pero, sus consejos para un ser de contorno medio como yo se me antojaron un tanto peregrinos: que si un chaleco de agujas de Parodia Pinchuda, eficaz para amedrentar con sus certeros arañazos, que si una diadema de cáscaras de huevo podrido para ahuyentarles con el fetor, que si unos guantes de lana de Oveja Pellizcosa idóneos para dolorosos apretones de manos… En efecto, valiosos artefactos que me alejarían no sólo de esos especímenes maliciosos, sino de toda criatura viviente que tuviera la osadía de acercarse a mí. 

Esa misma noche, soñé en colores la solución. Necesitaba dibujar un perfil, algo así como un radar visual que me permitiera reconocer, con cierta premura y una pizca de rigor científico, a aquellos seres esquivables y así, poder salir corriendo, cual alma endiablada, ante la menor señal de alarma. No iba a ser una tarea fácil, porque la tipología es amplísima y abarca un sinfinito mosaico de personajes. A ver, por ejemplo, Gilipollas hay muchos y por todos los rincones, pero menos mal que hace ya tiempo que sabemos cómo invocar un rítmico detector para descubrir su presencia, gracias amigos. Así que la idea no era nueva (ninguna lo es en este bigudí histórico por el que jugamos a ser funambulistas), pero entre todas esas gentes despachables, esta vez, debía hilar más fino, debía elegir un tipo concreto. Y fue entonces cuando el garabato onírico apareció esbozado: las gentes “Llorisquetas(1)”. 

¿Qué es un Llorisqueta? ¿Cómo reconocer a una Llorisqueta? Las gentes Llorisquetas no son fáciles de reconocer a simple vista, ojalá lo fueran, nos evitaríamos esa imperiosa necesidad de mandar a la mierda que, en algunas ocasiones, parece asomar por nuestra boca en forma de eructo ineludible (y que, humildemente, recomiendo desde aquí reprimir cada vez menos, porque ese regüeldo nonato rebota en la garganta y encuentra acomodo en la pancha, adquiriendo la terrible forma del conocido como “pedo atravesao” y eso, ya lo dicen las Sabias Abuelas, es harina de otro costal, porque desalojarlo requiere técnicas mucho más expeditivas). Por otro lado, tampoco son cómodas de identificar: no poseen la piel color ceniza de las gentes Grises del Paraje de los Bostezos, ni visten esos trajes de tela soberbiana que caracterizan a las gentes Huecas de la Charca de Villapedantería. No, aún no se ha descubierto rasgo externo que permita ese rápido reconocimiento. Porque, aunque su nombre pueda desorientarnos, no suelen soltar lágrimas físicas, de esas que saben a mar, sus llorisqueos se camuflan bajo la fórmula de queja tediosa y prolongada. Por eso, no nos queda más remedio que recurrir a algunos episodios de nuestro cotidiano discurrir vital donde esas temibles gentes son incapaces de disimular que proceden del Lago Estancado del Quejío Perpetuo. Porque, ¡cuidado!, les gusta hablar, pero les gusta mucho más que les escuches y, a ser posible, asientas con una cabeza de autómata todos sus comentarios y acabes diciendo algo así como: ¡carambola, qué desdichada Llorisqueta, es increíble que con todo lo que tiene encima esté aquí, hablándome a mí, a una sucia mortal! 

Por ejemplo, aunque hayas abierto un ojo con el primer tenue resplandor del alba o empalmes el limón del último tequila con el café de la máquina laxante de tu oficina o, incluso, aunque hayas pasado toda la noche en vela escribiendo con tus propias lágrimas un poema de amor despechado, jamás de los mil jamases habrás madrugado tanto como un Llorisqueta. Y lo sabrás porque ellos se encargarán de decírtelo, siempre lo hacen. Te dirán que se han despertado prontísimo o que apenas han podido dormir porque bla, bla, bla, bla… Sus razones siempre tendrán más enjundia que las tuyas. No te esfuerces, poseen esa innata habilidad para sentenciar argumentos capaces de encumbrarlos (a ellos mismos y a sus argumentos) al podio cósmico de las estrellas. Y siempre tenderán a justificar una ardua tarea, un trabajo ímprobo, un horizonte adverso que sólo ellos han sido llamados a vivir. 

A la hora de pagar las cañas, tampoco te será fácil adivinarlos, porque no rezuman ese tufillo que te advierte de la presencia de esas gentes del Escurridizo Cerro de los Gorrones. Ellos pagarán, pero te dirán que quizá sea la última vez que puedan hacerlo o la última ocasión en la que te invitan porque bla, bla, bla, bla… Aquí es donde entra en juego el quejío sempiterno y exagerado de la falta de dinero. Un fenómeno curioso donde los haya porque, además de adherirse, casi sin darte cuenta, a otro tipo de lamentos varios, finalmente acabas comprobando que esa carestía monetaria no es real, sino que forma parte de un disfraz que oculta un halo de miserabilidad sólo comparable a la aureola mística que se esfuerzan por conservar. 

Tanto si trabajan como si no, nunca acaba de gustarles lo que están haciendo, porque siempre quieren más o prefieren menos. Recuerda, aunque no preguntes, continuamente sabrás de sus lamentaciones para que puedas confirmarlas con tus muecas de pasmo y admiración. (Ensaya para esto si, por alguna causa que prefiero ignorar, quieres caer bien a un Llorisqueta). Y te dirán que no están contentos, que no se sienten satisfechos porque bla, bla, bla, bla… Además, la cosa empeora cuando se hallan perseguidos por sombras maléficas que les impiden encontrar su legítimo papel protagonista en esta comedia y creen ser objeto de odios cavernosos y eternos que paralizan su merecido ascenso al Paraíso de la Fama Gloriosa. 

Qué queréis que os diga, resulta taaaaaaaaaan cómodo esto del Llorisqueísmo que creo que hasta yo misma, alguna vez, he coqueteado con sus anzuelos. Pero yo no quiero ser una Llorisqueta, tampoco quiero sentir de cerca sus alientos lastimeros y, precisamente por eso, he tratado de compartir mi afán por reconocer a estas gentes. Porque si algo me molesta realmente de ellas, no son sus soporíferos quejíos, ni sus encubiertas formas miserables, ni tan siquiera sus demostraciones de virtuosismo pedorro, lo que más me jode es su falta de movimiento y su aprensión ante cualquier atisbo de revolución en su complaciente entorno. Porque llorisquear se convierte en la excusa perfecta para no hacer nada, porque mientras exhalan sus bufidos pesarosos no tienen tiempo para descubrir qué nuevos colores resultan de mezclar un sol de otoño con un muérdago rojo de Navidad, porque, en el fondo, disimulan sonrisas porque están encantados de que nada cambie, porque sin sus llorisqueos tan sólo les quedaría la Abrumadora Nada. ¡¡Jaaa, os tengo calados Llorisquetas!! 

(1) El término “Llorisqueta” posee una ventaja gramatical para quienes se dedican al cultivo del lenguaje no sexista, evitando el uso de las engorrosas “/as” o la búsqueda de un genérico envolvente. Sirve para todo género y condición, tan sólo tienes que añadir el nombre que más te guste (Ej. La Niña Llorisqueta me siguió hasta el portal) o el determinante que más rabia te dé (ej2. Anoche me topé con un Llorisqueta de aúpa). Por eso y porque Llorisquetas hay de todos los colores y formas, en este cuento, será utilizado indistintamente y con acompañamiento de género diverso. 

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