De mitos, héroes y enemigos

Por Eduardo Bueno Vergara 

El Régimen del 78 se tambalea. El sistema político y social acordado durante la llamada Transición española tiene cada vez menos legitimidad entre la población, a pesar de que los medios de comunicación tradicionales le muestran un apoyo inquebrantable y que, en muchas ocasiones, roza lo vergonzoso.

En este primer mordisco que damos con El Perro Rojo, no realizaremos un análisis minucioso de todos los factores sistémicos que han permitido mantener la alternancia política pacífica al estilo Cánovas-Sagasta, a pesar de la enorme desigualdad existente en nuestro país. Vamos a realizar, en cambio, un pequeño recorrido por tres elementos simbólicos de los que se debe dotar un régimen sociopolítico para lograr un apoyo inquebrantable de sus miembros: los mitos, los héroes y los enemigos. Pretendemos con esto, únicamente compartir unas cuantas ideas acerca de determinadas estrategias que han permitido dar continuidad al proyecto de Estado edificado tras la muerte de Franco.

Los mitos fundacionales
Se trata de relatos legendarios que explican el origen común de un grupo social. Gracias a ellos, es posible crear una conciencia de grupo, superando diferencias más evidentes, tales como la desigualdad social. La evocación de estos mitos fundacionales se puede encontrar en multitud de ciudades y culturas.  Por ejemplo, en el caso de Roma, su fundador, Rómulo, era descendiente de Eneas (quien escapó a la destrucción de Troya por los helenos) y del dios de la guerra Marte, de modo que todos los romanos formaban parte de esa estirpe guerrera.

En España, el mito fundacional por excelencia de la España postfranquista fue la Transición (otros mitos del españolismo rancio son Pelayo, la Reconquista o los Reyes Católicos). Este proceso histórico (siempre calificada de “modélica”), se convirtió en el elemento simbólico que representaba la reconciliación del pueblo español, que dejaba atrás décadas de algo así como una “enemistad fraterna” (ver esta y esta otra viñeta de la  revista El Jueves). En realidad, es tiempo de acabar con esa falsa visión de la Guerra Civil, y poner de relevancia que fue, sobre todo, una lucha entre demócratas y fascistas, entre quienes deseaban dar un impulso renovador al país, y quienes implantaron el régimen de terror y oscurantismo más crudo de toda la historia de las Españas. La reconciliación se materializó legalmente a través de la Ley de Amnistía de 1977, que permitió a quienes habían combatido el franquismo en la clandestinidad (y condenados por ello) incorporarse a la vida civil. Sin embargo, al mismo tiempo, protegía a los colaboradores del fascismo que habían cometido todo tipo de tropelías en contra de los derechos humanos.

En definitiva, la Transición se presenta machaconamente como una feliz superación donde “todos” dejaron apartadas sus “diferencias”, en aras de una convivencia pacífica y el bien común. El mensaje ha calado tan hondo, que es una actividad de riesgo señalar las deficiencias que hubo en ese proceso a alguien mayor de 50 años. He aquí nuestro mito fundacional.

Como es fácil de imaginar, el siguiente mito fundacional se refiere al 23F. El intento de golpe de estado llevado a cabo en 1981 por un grupo de guardias civiles encabezados por Tejero, pese a lo grotesco y cómico que resulta, supuso la consolidación del régimen de la Segunda Restauración, el triunfo de la paz sobre el caos.

Los héroes
Lo importante de ese segundo mito fue el surgimiento del Héroe por antonomasia de la Transición: el Rey. Es difícil imaginar un relato más épico que el del ungido por el altísimo (en este caso Franco), aquel que era superior al resto de ciudadanos (la Constitución sancionó su inviolabilidad), gracias a su valentía fuera de todo lo común (hay quien diría que apoyar la democracia era lo menos que podía hacer el jefe de Estado) puso a salvo un sistema que corría el peligro de retroceder a una  época más oscura. La utilidad del 23F para la consolidación del Régimen es tan evidente, que no es de extrañar lo verosímil que resultó el falso documental Operación Palace.

Juan Carlos I, proclamado rey en noviembre de 1975, tres años antes de que fuese sancionado por la Constitución y, en 1981, no dejaba de ser el heredero de Franco. Con su actitud “valiente” de oposición a los militares rebeldes, ponía a salvo la democracia y se legitimaba ante la ciudadanía. Esto a pesar de que, en opinión del embajador alemán en España, el rey no se mostró, ni mucho menos, enérgico contra los golpistas.  En todo caso, la imagen del héroe ya estaba forjada, tal y como se encargaba de señalar recientemente, con la torpeza que le caracteriza, la socialista Elena Valenciano. Mostrar al primero de los españoles capitaneando algo así como la voluntad del pueblo, alcanza unos límites ridículos cuando, en las citas deportivas de las selecciones nacionales, se presenta al Rey (u otro miembro de la familia real) como una especie de talismán con propiedades mágicas que asegura el éxito del grupo. Tampoco es inusual encontrar entre las páginas de cualquier diario, sea deportivo o no, una noticia que diga “el rey desea suerte a … (coloque aquí su deportista ganador favorito) en su … (coloque aquí su prueba deportiva favorita). 

El otro gran héroe de la Transición ha sido Adolfo Suárez. El líder de UCD, luchando en solitario contra todas las fuerzas dominantes, dio los pasos necesarios para acabar con las estructuras del franquismo. Atribuir el cambio de régimen a la acción de un hombre imprimió a la Transición un carácter de carta otorgada, más que de conquista social lograda con la lucha ciudadana en las calles. Sin embargo, la llegada de Suárez al Olimpo de los dioses del Régimen no se produjo en vida, sino que hubo de esperar hasta después de muerto. En realidad, según confesó él mismo en 1980, se consideraba “un hombre completamente desprestigiado”.

Inmediatamente después de su fallecimiento, los mismos que lo vilipendiaron se daban codazos por aparecer en las fotos del funeral de Estado. El nombre de Adolfo Suárez, sobre el que poco conocíamos los nacidos a partir de los ochenta, se ha incorporado a la nomenclatura urbana con una inusitada velocidad (a modo de ejemplo, ver 1,2,3,4,5,6,7). Desde luego, todo esto no es fruto de la casualidad. El gran héroe de la Transición, Juan Carlos I, vive horas bajas por los motivos que todos conocemos, a pesar del apoyo cerrado de los medios de comunicación cortesanos (que son casi todos). Las estructuras de la Segunda Restauración necesitaban relanzar la otra figura defensora de la democracia, y así, en plena descomposición del Régimen del 78, han intentado colar una figura de prestigio.

Los enemigos
Junto con los mitos y los héroes, nos referimos ahora al tercer pilar de los muchos que pretenden mantener la legitimidad del Régimen del 78: los enemigos. Y ese tiene nombre propio: la banda terrorista ETA. Es bien sabido que pocas cosas dan mayor cohesión que la presencia de un enemigo común. Los ejemplos son numerosos: desde los antiguos griegos que se unieron para frenar a los medos, los romanos contra los cartagineses, las colonias de Reino Unido contra la Metrópoli, o los alemanes en su unificación contra los franceses, sólo por citar unos ejemplos al azar. La amenaza del enemigo y, por tanto, el miedo presente entre la población, concede un grado de gobernabilidad que difícilmente se podría obtener de otra manera. En la distopía más asfixiante y perturbadora que se ha escrito, 1984, Orwell evoca un estado de guerra permanente contra un enemigo impreciso como garantía para mantener el poder del Gran Hermano: “La guerra es la paz”.

Y es ahí donde entra ETA. Durante casi cuatro décadas ha sido el enemigo común capaz de borrar las desigualdades sociales para unir a todos en una misma lucha. Después de cada asesinato, se congregaban en el acto de condena todos los partidos políticos y,  en la calle, la manifestación aglutinaba a ricos y parados, explotadores y explotados. El movimiento vasco de liberación, tal y como lo calificó el expresidente Aznar, ha hecho más por el sostenimiento del Régimen del 78 que todos los discursos vacíos de contenido pronunciados por la casta política y económica. Si las encuestas del CIS pueden ser representativas del sentir de la ciudadanía, el terrorismo siempre emergía entre las principales preocupaciones,  especialmente después de que se cometiera un atentado. Evidentemente, la gente percibía el resto de problemas, como el paro o la corrupción, pero el hecho de que los culpables fueran también víctimas, dificultaba que se les pudiera identificar con la misma claridad con la que podemos hacerlo hoy.

Y es que la desaparición de ETA ha dejado huérfanos a los partidos del Régimen. Nadie como ellos ha rentabilizado políticamente la violencia terrorista, especialmente el Partido Popular. Después del atentado sufrido por José María Aznar en 1995, algo que fue un espaldarazo en su carrera hacia Moncloa, según Pedro J. Ramírez confesaba a Jordi Évole en su programa Salvados (a partir de 1:20), el popular se perfiló como el azote de la banda terrorista y poco menos que salvador de la patria. Por eso, PP y, en menor medida PSOE, andan perdidos buscando un enemigo común que devuelva el sentimiento de pertenencia a la población.

De ahí que, con su ya habitual ineptitud, los voceros de la casta anden repartiendo etiquetas de enemigos a diestro y, sobre todo, siniestro. Así, sabemos que la PAH es ETA, que los escraches son nazismo puro (lo que resulta curioso, puesto que proviene de la Secretaria General de un partido político con ADN franquista) y que hacen llorar a los hijos de González Pons, o que los movimientos ciudadanos, como el 15M, son protagonizados por “perroflautas”, término despectivo que no se sabe muy bien a qué se refiere.
En las últimas semanas, dos han sido los objetivos sobre los que han disparado los defensores de esta democracia de baja intensidad. Por un lado las “redes sociales”, y por otro, la organización Podemos, tras su éxito electoral. El caso de criminalización de Twitter es especialmente kafkiano. Una militante del PP asesina a la presidenta de la Diputación de León por unos asuntos que, en un sistema democrático, nada tendrían que ver con la política. Mucho antes de que se esclareciesen los hechos, determinados periodistas insinuaban que las protestas sociales habían degenerado en terrorismo, tal y como ellos habían anticipado. Al mismo tiempo, no fueron pocos los usuarios de esta red social que realizaron comentarios (de mejor o peor gusto) sobre la cacique de León. Si de este suceso, el asesinato, no se podía extraer rédito electoral (qué felices hubieran sido muchos si el gatillo lo hubiese apretado un desahuciado o una parada!) era necesario criminalizar a todas esas voces que impedían acometer la inmediata santificación que debe suceder a la muerte de un político de la casta. Nuevamente, la identificación con el enemigo por antonomasia: el Twitter es ETA. Varios fueron los detenidos, lo que no hace sino consolidar la represión que ya se venía dando (ver aquí, aquí, aquí y aquí).


En cuanto a la agrupación Podemos, los intentos de equipararla con algún “enemigo de la democracia”, han sido especialmente intensos contra su cabeza visible, Pablo Iglesias, a quien junto a las habituales comparaciones con ETA y Hitler, se le han sumado las de castrismo, bolivarianismo (!), populismo, participante en el escrache a Carlos Floriano y hasta de fundamentalismo islámico.

¿A qué responden todos estos intentos de identificar un enemigo?  Pues son un claro síntoma de que los defensores del Régimen del 78 andan perdidos. Sus mitos han caído, sus héroes han desaparecido. No es casual que se prodiguen tanto por los medios de comunicación los ex presidentes Felipe Gonzáles y Zapatero, aunque creo que es algo contraproducente, puesto que, más que a héroes, se asemejan a bufones sin gracia. Hoy, no existe nadie con autoridad moral o prestigio que pueda defender el sistema de la Transición. La entronización precipitada de Felipe de Borbón es un intento de dotar de un nuevo líder al sistema. El enemigo capaz de aglutinar a la población ya no sirve, y a la casta (establishment, Corporate Class, élites extractivas o como usted las quiera llamar) le resulta casi imposible hacer que cale la criminalización de todas las vías democráticas que no circulan por la vía de las elecciones celebradas cada cuatro años.

Los partidarios del Régimen del 78 se enfrentan a un complicado reto. Conseguir la legitimidad de la gente, que no es lo mismo que lograr una mayoría parlamentaria. Sin embargo ya no les sirven los viejos discursos. Los cuentos de héroes y villanos, de reyes y princesas, de peligros compartidos entre ciudadanos y casta. En definitiva, su argumentario ha quedado desgastado, antiguo. Como en el cuento, nos hemos dado cuenta de que el emperador iba desnudo.

Agotado el Régimen del 78, nos aproximamos a un proceso constituyente en el que, entre todos los ciudadanos, decidiremos qué país queremos. Tocará forjar nuevos mitos y aclamar a nuevos héroes. En cuanto al enemigo, ya se encargará de mostrarse él solito.


2 comentarios:

  1. Lo quiero leer varias veces. Esto eres tu Indy???? wooooow, latigazos historicos con lametazos agrios hacia la casta politica. Reyes sin tronos, politicos sin verdades...El Regimen esta perdido, asi sea...Revolucion.

    ResponderEliminar
  2. Perdon, me doy cuenta de que esto lo ha escrito Eduardo, no Indi (alias Miguel). Pero me recordaba a su 'arca perdida'. Salud!

    ResponderEliminar