La vida que me das
Ana Martínez Marco
Imagen: Ana Martínez Marco 2013 © |
Aquella noche Charles subió pesadamente
hasta la buhardilla. Una preocupación, que no era nueva, empezaba a turbarle
más de lo habitual. Con el candil por delante avanzó alumbrando tenuemente la
estancia, lo posó sobre la mesa y fue a por la silla de madera que había
apartada en un rincón. Al girarse de nuevo, una mirada le sobrecogió. Era ella.
Alta y refinada, permanecía hierática bajo el resplandor parpadeante de la
llama. Sus ojos pardos se clavaron en los de Charles, que, ruborizado, desvió
la mirada. No importaba que la conociera perfectamente, daba igual que llevasen
juntos más de una década. Sus ojos, sus labios, la silueta ceñida por el
cinturón de la gabardina, las ondas cobrizas cayendo sobre aquellos hombros,
culpables de su elegancia, hacían de aquella mujer la imagen de la soberbia, la
perspicacia, el deseo... Y aquello aún aturdía los sentidos de Charles como el
primer día.
Colocó la silla delante de ella. «Buenas
noches, Sophie», susurró recobrando el aliento. «¿Qué hay?»,
contestó ella con la sonrisa pícara a la que le tenía acostumbrado; sin
embargo, a Charles no le pasó inadvertido que aquella fuese más breve. «¿Cansada?»,
preguntó educado. «Sí», aseguró ella con desdén. Charles, consciente de
los pesares de su compañera, añadió: «Sophie… Ya queda poco, lo sabes.
Acabaremos y después…», continuó mientras se acomodaba sobre su asiento. «Y
después ¿qué!», interrumpió ella desafiante. Charles se detuvo muy serio,
meditó unos segundos, tomó aire y antes de hablar no pudo más que negar con la
cabeza: «No sé…». Respuesta que, por supuesto, no agradó a Sophie. «Ah,
no sabes», bufó irónicamente. «¡No! No lo sé. Y si esto no te gusta,
acuérdate de dónde saliste», con este reproche Charles tiñó de suficiencia
su afable y reflexiva apariencia. Pensó que así sería más fácil. No estaba
dispuesto a que nada se interpusiera, ni siquiera sus sentimientos, en la decisión que aún no
sabía si quería tomar. «Entérate bien, ¡ni un momento se me olvida de
dónde salí! Últimamente me lo recuerdas a menudo. Y créeme, a veces pienso que
jamás debiste sacarme de allí», protestó ella. «Veamos Sophie,
sinceramente, me sorprendes. No era eso lo que decías cuando establecimos tu
despacho en la Rue de Rivoli, ni cuando compramos el vestido que ahora mismo
llevas puesto, ni…», y mientras Charles enumeraba un sinfín de lujos
materiales, Sophie resopló impaciente: «No lo entiendes, ¿verdad?». Con
tristeza buscó en los ojos de Charles el rastro del hombre que un día le
prometió algo más que lujos y gloria. Él, al mirarla también y rememorar su
deuda, empañó los cristales de sus lentes. «Lo entiendo perfectamente»,
concluyó rehuyendo la penetrante mirada de Sophie. «Déjame ir entonces…», suplicó
ella.
Charles no decía nada así que Sophie
aprovechó la tregua que ofrecía aquella pausa para sosegarse; después, tragó
saliva y continuó: «Siempre estaré agradecida por la vida que me has dado
pero… No puedo seguir. Quiero…», las palabras salían a trompicones de entre
sus dientes, «… Necesito de una maldita vez…». Una lágrima se le
escapó y recorrió el rosado de su mejilla, la única parte de Sophie que
mostraba la fragilidad sobre la que había sido construida su armadura. Por esa
razón solía llevar un sombrero de ala verde, a juego con su gabardina, con la
firme intención de que sus enemigos no descubrieran que aquella dama de acero
también tenía un talón de Aquiles. Rauda limpió la lágrima con el dorso de su
mano y prosiguió, esta vez más serena y contundente: «Dijiste que esta
sería la última vez».
Sophie era una mujer extraordinaria y como
tal no estaba dispuesta a rendirse. Charles le había enseñado a ser así, a
valerse por sí misma, a luchar, a ser fuerte, perseverante... y a no depender
de nadie jamás. De nadie excepto de él, claro. «Si lo que deseas es que esto
acabe, no te preocupes, esta vez será la definitiva. Se acabará para siempre»,
el tono con el que Charles articuló las palabras, en vez de tranquilizarla, la
inquietó todavía más. Aunque Sophie, lejos de amilanarse, espetó: «No
serás capaz». Exasperada nuevamente, abrió un duelo donde ella tenía las de
perder. Una punzada de rabia recorrió la espina dorsal de Charles y en un
impulso violento se levantó gritando: «¡¿Ah, no?! ¡Aquí soy yo quien toma
las decisiones por si aún no te ha quedado claro!», confuso se revolvió el
pelo.
¿Era posible que la mujer con la que había
superado un sinfín de aprietos, con la que había alcanzado innumerables éxitos,
quisiera acabar con todo? ¿Para siempre? Sí. Era posible y concebirlo le dolió
tanto que enfureció. Ella, consciente ya de que, a pesar de las consecuencias,
prefería acabar con el dolor y la soledad que aquella historia le procuraba,
levantó la cabeza y pronunció: «Oh, ¡cuánto poder! ¿Verdad? ¿Qué se siente
al ser Dios? Hacer y deshacer a tu antojo. ¡Dime! ¡¿Qué se siente?! ¿Quieres matarme?
¡¿Es eso?!», gritó llorando a lágrima viva, «¿Sabes qué? NO SERÁS
CAPAZ». Aquella sentencia enloqueció a Charles: «¡¿Quieres verlo,
insensata arrogante?! Sólo necesito unos minutos y se habrá acabado todo. Tu
despacho, tus clientes, tus victorias, ¡TU VIDA!». Charles respiraba
jadeante y ella, que seguía observándole desde el lugar sumiso que le imponía
aquella relación, se limpió la cara y, firme, contestó: «A estas alturas ya
no me importa mi despacho. Me es indiferente tener más clientes o incluso no
tenerlos. En cuanto a esas victorias que tú dices mías, no lo son. Son tuyas, y
con cada una de ellas solo acumulo nuevas cicatrices. Cicatrices que únicamente
sufro yo, no tú», al pronunciar estas palabras se acarició con dolor
el hombro izquierdo donde aún mantenía fresca la herida que una bala le había
abierto en su último caso. Después detuvo la mano en su corazón, el cual
también se aquejaba por los compañeros que había dejado en el camino, no
exclusivamente ayudantes de oficio. Y aquel dolor, sin ser físico, fue el que
la ayudó a concluir: «Por lo que respecta a mi vida, al parecer, te
pertenece. Así que si quieres acabar con ella…», suspiró, «…que
así sea».
Así, abatida, fue como Sophie consiguió
derrumbar el muro que el mismo Charles había levantado las últimas noches para
evitar el impacto de aquel final. «¿Crees que para mí es fácil,
Sophie?», fue un sollozo el que cerró la interrogación de Charles. «Vengo
aquí todas las noches desde… ¿Cuándo! Ni lo recuerdo», y al hacer
aspavientos con las manos volcó el candil. Los papeles que había sobre la mesa
empezaron a arder. Apresurado, se levantó y con el cojín de su asiento golpeó
repetidamente la mesa; con demasiada fuerza, quizá, para la insignificante
llama que se había prendido y que fue sofocada en la primera sacudida. Charles
sostuvo en sus manos los papeles y comprobó que los peores daños los había
causado el fuego de su pecho y no el del candil. «Maldita sea...
¡Tengo familia!», agotado se dejó caer de nuevo sobre su silla. «No
es fácil dejarte ir, ¿sabes? ¡No sé cómo hacerlo! Hemos…», su
argumento se detuvo con el estrépito de la puerta que se abrió a sus espaldas.
Se giró y quedó perplejo al ver tras de sí a su esposa. «¿Qué ocurre aquí?»,
preguntó ella. «Nada», replicó él. «Cómo que nada, ¿qué escondes
ahí?», dijo avanzando. Él se interpuso intentando ocultar los pecados de
aquella noche pero de nada le sirvió. Ella se deshizo fácilmente del obstáculo
que Charles intentaba suponerle y, de repente, se detuvo atónita. «Charles,
¿esto es lo que imagino?», miró a su esposo sin mudar la expresión. Él,
descubierto, asintió. «Pero… ¿Por qué?», preguntó apenada. «Porque
toda historia tiene su fin», añadió él tristemente. «¿Fin? ¿Esta es la última?
¿De verdad!», incrédula se desplomó sobre el baúl que había a la derecha
del escritorio y, como una niña a la que se le hubiera escapado el globo,
preguntó: «¿Y cómo acaba?». Intrigada, enmarcó su cara entre las
palmas de sus manos y las ondas cobrizas de su cabello, salpicado ya por alguna
cana. No daba crédito a que después de aquella, que todavía estaba por
terminar, no volvería a leer más novelas sobre la truculenta e interesante vida
de Sophie Dupin, detective privado. «Aún no lo sé»,
respondió Charles dubitativo y ella se apresuró: «Debería encontrar al amor
de su vida y casarse. Y tener hijos. Tres. Y…». «Cielo, sabes que no
escribo cuentos de hadas, ¿verdad?», se burló él mientras le ajustaba la
cinta de la bata de seda verde que siempre llevaba antes de dormir. «¿Qué
si no? ¿Vivirá por siempre jamás en su oficina sin que nadie la quiera hasta
convertirse en una anciana y morir devorada por sus gatos?», contestó
irónicamente. «No. Tampoco es eso lo que tengo en mente», negó
Charles. «Y ¿qué es? Vamos, cuéntamelo», le animó. Él se lo pensó y
resoplando añadió: «Tal vez…». Su expresión fue tan dramática que
no hizo falta que terminara la frase. «Que ¡¿qué?! ¡No serás capaz!»,
gruñó ella y esa fue la tercera vez de la noche que Charles escuchó aquellas
palabras en boca de una mujer a la que amaba. «A ver, deja que lea lo
que has escrito hoy», dijo ella cogiendo los papeles que había al lado de
la máquina de escribir. Carraspeó y entonó: «Siempre estaré agradecida
por la vida que me has dado pero…», se detuvo, «… ¿Esto está
quemado!», exclamó al ver la marca carbonizada que había dejado la llama
del candil. «¡Trae! Cuando esté acabado lo leerás», dijo Charles,
que en un abrir y cerrar de ojos había arrebatado el papel de las manos a su
mujer. Ella le miró con falso resentimiento y se despidió: «Te dejo acabar.
¿Seré la primera en leerlo?». «Siempre lo eres», respondió él
volviendo al trabajo. Ella sonrió triunfal y después de besar cariñosamente la
mejilla de su marido se levantó del baúl, aunque él la detuvo sujetándola por
la muñeca. «¿Estás contenta con la vida que te doy?», preguntó
Charles mirándola con preocupación. «Cielo, ¿a qué viene esa pregunta?»,
respondió sorprendida. «Solo contesta», pidió él. Ella dibujó
una expresión de extrañeza dándose unos segundos para pensar: «Sí…
supongo». Charles, aguardando una respuesta más concreta, estiró suavemente
de la muñeca de su esposa. «Amor...», comenzó mientras se
sentaba sobre las rodillas de su marido, «…me crié en el campo.
Nunca soñé con vivir en una casa como esta. Nuestros hijos podrán estudiar.
Incluso en el extranjero si lo desean. ¿Quién me iba a decir…? Querido, tus
libros nos han dado cosas que no podíamos ni imaginar cuando éramos dos
críos», dijo mesándole el cabello. «¿Te acuerdas cuando llegamos
a la ciudad en busca de trabajo? A veces me gusta recordar el día en que te
contrataron en el periódico para escribir cuentos cortos. Y cómo lo celebramos
en aquel pajar ¿te acuerdas?», ambos sonrieron melancólicos. «Así
que sí, estoy muy contenta con la vida que me das», y con una amplia
sonrisa intentó calmar el desasosiego de su esposo, quien pronto devolvió la
atención a su máquina de escribir. Ella le besó, esta vez en la frente, y se
dirigió hacia la puerta. «¿Cambiarías algo?», preguntó Charles
antes de que ella saliera de la habitación. Como si fuera su última oportunidad
para ser realmente sincera, dio media vuelta y contestó: «Sí. Solo
cambiaría una cosa. Si pudiera volver al principio…», hizo una pausa,
«…intentaría que pasaras más noches conmigo que con ella». A Charles se
le congeló el aliento. Tal confesión le obligó a girarse hacia la puerta y
redescubrir bajo el quicio unos ojos pardos que le miraban con la misma
intensidad que el primer día; una intensidad indescriptible incluso para él que
era un profesional de las palabras. Conmovido, rogó: «Solo una noche
más». Ella asintió y desapareció tras la puerta. De nuevo, estaban
solos en la buhardilla él y ella, Charles y Sophie, que atenta lo había
escuchado todo desde los renglones donde vivía. Ambos se miraron fijamente y
dejaron pasar los minutos. Puede que hasta las horas. Sin embargo, aquella
noche no hubo más palabras de rabia contenida, tampoco de amor, ni siquiera de
despedida. Charles releyó las dos últimas páginas que había escrito, las
arrugó, y tras colocar una hoja limpia en el carro de su vieja Olivetti
M1, dedicó aquella última noche a mecanografiar el mejor final que jamás
nadie hubiera vaticinado a una mujer como Sophie Dupin, detective
privado.
XIII Premios Provinciales de la Juventud
Diputación de Alicante
2º Premio Relato Breve
Genial relato. Ojalá podamos leer alguno más a lo largo de 2015
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