Usarios de Salud Mental. En Marcha!!!
A raíz de un encuentro que tuvo lugar en Valencia, con
fuerte protagonismo de los Usuarios de Salud Mental, se tomó la decisión de
reunirnos para valorar dicho encuentro y a partir de ahí promover el
asociacionismo entre dichos usuarios.
El objetivo de este cartel es convocarnos para asociarnos en
Alicante, de modo independiente a familiares y profesionales (aún tomando
partido en sus mismas luchas), para como dice el cartel “hacer oír nuestra voz”
en primera persona del plural y también
del singular: que se sepa de nosotros a partir de lo que nosotros decimos y
cómo vivimos en este sistema totalmente injusto, por lo menos para nuestro
colectivo.
Aunque nuestra primera reunión-asamblea no se ha realizado
(para ello convocamos mediante el boca a boca y este cartel) tenemos claro que
nuestra asociación tendrá un cariz reivindicativo y muy probablemente también
lúdico-creativo.
Podremos contarnos nuestras vivencias, realizar una tabla de
reivindicaciones para aplicarlas en Alicante, si necesitamos algún tipo de
información tenemos medios a nuestra disposición… esto será suficiente para
empezar. Más tarde, si así se decide, podremos constituirnos legalmente,
publicar algún tipo de revista, etc.
Os esperamos a todos!!!
(las reuniones tendrán lugar todos los 23 de cada mes o, si cae festivo, el lunes siguiente. Los demás datos para las distintas convocatorias son idénticos a como se especifica en el cartel )
(las reuniones tendrán lugar todos los 23 de cada mes o, si cae festivo, el lunes siguiente. Los demás datos para las distintas convocatorias son idénticos a como se especifica en el cartel )
Más allá del terrorismo
Por Miguel Ángel Viso
Los terribles y lamentables
atentados de París han levantado una ola de rechazo totalmente lógico. Pero,
conforme comparto el dolor de esta canallada, no puedo ni quiero caer en la
indignación simplista que aparece en todos los medios. Generalizar tiene su
lado positivo, ya que se pueden dar explicaciones fáciles de entender. Pero
tiene una parte cruel e injusta, la de meter a todos a en el mismo saco.
No
comparto ninguna religión, soy ateo y las considero un lastre para el desarrollo
social. Pero dentro de cualquier religión coexisten diversas ramas de
pensamiento y, en este caso, el Islam no es ninguna excepción. Los hay
tolerantes, pacíficos, respetuosos y tristemente también radicales violentos,
terroristas capaces de matar por unas caricaturas irónicas, incluso monstruos
que pretenden extender su modelo de sociedad inhumana hasta antiguas fronteras
imperiales.
En Occidente, sobre todo EEUU, somos líderes en crear nuestros propios enemigos.
Los talibanes apoyados y armados en Afganistán o los “Huseines” de los años
ochenta, nos recuerdan los últimos sucesos. No hace mucho, en Libia por su
petróleo y en Siria por geo-estrategia, se apoyó y armó a los nuevos monstruos.
La propia Francia, siguiendo servilmente los dictados de EEUU tuvo un papel
destacado en la promoción de los extremistas sirios. Pero en 2012-2013 todos
los medios de comunicación los consideraban “rebeldes” a regímenes
dictatoriales, aunque circulasen videos de estos “libertadores” comiéndose el
corazón de sus víctimas. Con esto no defiendo, ni loco, las políticas de Gadafi
o al-Asad.
Otro
de los aspectos más llamativos es el grado de compasión. Me parecen admirables
los actos de apoyo al pueblo francés por las 17 víctimas de estos brutales
atentados. Pero no hace ni un año en la costa de Ceuta una docena de africanos
perdían la vida ante los “disparos disuasorios” de la guardia civil y, que yo
recuerde, no hubo ninguna oleada de solidaridad. ¿Acaso hay vidas más valiosas
que otras? Lamentablemente sí y es algo que va más allá del racismo, es
clasismo. La compasión se desata cuando los náufragos van en avión, o cuando
una catástrofe natural, un atentado terrorista o una epidemia devastan vidas.
Pero si intentan saltar la valla es preferible que mueran antes de llegar.
También
me sorprende la defensa a ultranza en España que se hace de la libertad de
expresión por el atentado de la publicación Charlie Hebdo. ¿Y las multas y
presiones al Jueves por sus “polémicas” e irónicas portadas? ¿Y la reciente
“Ley Mordaza” aprobada en el parlamento? ¿Y las penas por el uso de las redes
sociales? ¿Y la persecución ante parodias políticas? ¿Y los burdos y miopes halagos
del gobierno a la “mayoría silenciosa”? Nos quieren calladitos y obedientes.
Ahora utilizan la barbarie terrorista para amedrentarnos y dejarnos conformes
con sus recortes porque lo primordial es la seguridad, no la libertad. Ahora
debemos estar temerosos del radicalismo islámico para que el neoliberalismo
radical que permite la muerte diaria de doce enfermos por Hepatitis C en
España, campe a sus anchas y revalide en las urnas a los partidos de la
oligarquía.
Espero
que los pueblos europeos, empezando por el sur, no lo permitamos y seamos
capaces de cambiar el rumbo cortando los hilos de las manos que desde la sombra
de los paraísos fiscales nos manejan a su antojo.
La sensación térmica
Por Juan Pedro Carretero Fernández
Cuando en la televisión sólo existían la Primera y la Segunda, el hombre del tiempo era conocido por todos, lo conocía la abuela, el tío, la vecina, joder, lo conocía yo con nueve años. Ese hombre era un mago, ese hombre era un Dios, sabía con certeza -con no sé qué de las isobaras- el tiempo "para hoy, para mañana, para toda la semana" y no fallaba: ese señor trajeado decía que mañana la temperatura iba a ser de ocho grados, y eso estaba "clavao". Hoy en día es diferente, ahora tenemos dos medidas térmicas, mejor dicho la medida es la misma en grados Celsius, pero con diferente sensación. Es decir, el termómetro marca nueve grados centígrados, pero yo tengo un frío del carajo. Ahí, señores, aparece la sensación térmica, personal e intransferible de cada uno, con un par... Ahí, el hombre del tiempo ya no puede decirme nada sobre cómo puede él medir mi sensación o la tuya.
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Cuando en la televisión sólo existían la Primera y la Segunda, el hombre del tiempo era conocido por todos, lo conocía la abuela, el tío, la vecina, joder, lo conocía yo con nueve años. Ese hombre era un mago, ese hombre era un Dios, sabía con certeza -con no sé qué de las isobaras- el tiempo "para hoy, para mañana, para toda la semana" y no fallaba: ese señor trajeado decía que mañana la temperatura iba a ser de ocho grados, y eso estaba "clavao". Hoy en día es diferente, ahora tenemos dos medidas térmicas, mejor dicho la medida es la misma en grados Celsius, pero con diferente sensación. Es decir, el termómetro marca nueve grados centígrados, pero yo tengo un frío del carajo. Ahí, señores, aparece la sensación térmica, personal e intransferible de cada uno, con un par... Ahí, el hombre del tiempo ya no puede decirme nada sobre cómo puede él medir mi sensación o la tuya.
Igualmente
me pasa con la política, existe la buena o mala política, dependiendo de lo que
me diga "el hombre de la política". Este hombre marca tormenta en el
mapa dependiendo del canal que le pague, no como cuando yo era pequeño que sólo
estaba la primera o la segunda cadena... Dicho esto de las sensaciones térmicas
o, en este caso, políticas, yo tengo mi sensación tan personal como la térmica,
y es la de estar hasta los mismísimos de ladrones, chupópteros, usureros,
mafiosos y, como no, de la casta, término éste que me definió hace poco un tío
inteligente que sabe mucho de “perros rojos”. En fin, quiero terminar diciendo
que cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo, y la política en
España y su sensación térmica es de temperaturas extremas, bajas, y ante esto
hay que prepararse para un largo invierno, abrigarse y buscar refugio donde
veamos una hoguera encendida, un hogar, y sabremos que pronto será primavera.
Ciutat Morta: història d’una censura
Por Virgili Rico García
Després d’estar absent en l’últim número de la revista, voldria aprofitar aquestes linies per donar veu a la censura patida pel documental Ciutat Morta emés pel Canal 33 de la Televisió Catalana. El documental no és nou, preestrenat a Barcelona al juny de 2013 i estrenat a Málaga el passat març de 2014, va ser premiat al Festival de Guia d'Isora, MiradasDoc, amb una menció honorífica i també com a millor documental al Festival de Màlaga de Cinema de 2014.
Després d’estar absent en l’últim número de la revista, voldria aprofitar aquestes linies per donar veu a la censura patida pel documental Ciutat Morta emés pel Canal 33 de la Televisió Catalana. El documental no és nou, preestrenat a Barcelona al juny de 2013 i estrenat a Málaga el passat març de 2014, va ser premiat al Festival de Guia d'Isora, MiradasDoc, amb una menció honorífica i també com a millor documental al Festival de Màlaga de Cinema de 2014.
El documental narra
els fets ocorreguts la nit del 4 de febrer de 2006, quan als voltants d’un
antic teatre ocupat on es cel·lebrava una festa, la policia va començar a
carregar, mentre des del terrat de la casa ocupada començaren a caure objectes.
Un d’aquests caigué a sobre un guardia urbà deixant-lo en coma per l’impacte.
Poc després d’aquest incident, les detencions començaren a fer-se de forma
venjativa, detenent vianants a peu de carrer que no tenien res a veure amb els
successos dels voltants de la casa ocupada, sent torturats i privats de
llibertat.
Les detencions foren
més enllà, i la Patricia i l’Alfredo, que ni tan sols estaven presents al lloc
dels fets, van ser detinguts al mateix hospital on atengueren el guardia urbà
malferit, i ho foren per la seua vestimenta i les rastes que portaven,
identificant-los com a antisistemes. Durant dos anys, la Patricia, estudiant de
literatura, gastà tots els seus estalvis per pagar-se els advocats a l’espera
d’un judici i una condemna de tres anys de presó. Malauradament, tot plegat
provocà finalment que la Patricia decidís suïcidar-se durant una eixida de la
presó el 2011.
El passat dissabte el
Canal 33, pertanyent a la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals, emitia
el documental amb una censura de cinc minuts ordenat com a mesura cautelar pel
jutjat de primera instància 25 de Barcelona en considerar que algunes de les
imatges i les opinions incorporades al documental i que fan referència a
l'ex-cap d'informació de la Guàrdia Urbana de Barcelona
Víctor Gibanel podrien suposar una violació del seu dret a l'honor, a
la intimitat personal i familiar i a la pròpia imatge.
Castedo Superstar
Por Eduardo Bueno Vergara
Víctima de una conspiración. Crucificada, muerta y sepultada. Resucitada al tercer día. Ave fénix renacida de sus cenizas. Esa es la imagen que la nueva estrella mediática de Tele 5, la ex alcaldesa Sonia Castedo, quiere proyectar ante “la audiencia”. No es algo nuevo. Perfilarse como víctima de una difusa conspiración es más viejo que mear en la pared. A cada nuevo caso de corrupción que se destapa, los imputados no tardan en hablar de “causa general contra mí/mi partido”. Nada nuevo bajo el sol.
Víctima de una conspiración. Crucificada, muerta y sepultada. Resucitada al tercer día. Ave fénix renacida de sus cenizas. Esa es la imagen que la nueva estrella mediática de Tele 5, la ex alcaldesa Sonia Castedo, quiere proyectar ante “la audiencia”. No es algo nuevo. Perfilarse como víctima de una difusa conspiración es más viejo que mear en la pared. A cada nuevo caso de corrupción que se destapa, los imputados no tardan en hablar de “causa general contra mí/mi partido”. Nada nuevo bajo el sol.
Evidentemente, nadie ha
tramado nada contra Sonia Castedo, por mucho que la nueva tertuliana estrella
hiciera pucheros en directo apelando a sus hijas. La policía, a través de las
grabaciones telefónicas, ha encontrado indicios de que la alcaldesa habría
podido cometer delitos de cohecho, tráfico de influencias y revelación de
información privilegiada. El juez, atendiendo a esto, la ha imputado. Es decir:
policía y juez.
Ahora bien, en su plácida
entrevista nocturna en el programa Un
tiempo nuevo, apuntó algunas cosas a las que sí debemos dar credibilidad.
La primera es que pidió a Ortiz puestos de trabajo para personas cercanas a
ella porque, según reconoció muy ufana “eso se hace en la TV, en la Universidad
y en todos lados”. Pues sí, sobre todo en uno, en el mundo de la Mafia: “yo te hago
un favor y tú colocas a mi sobrino en tu empresa”. Eso es del capítulo 1 de Los soprano. Esa es su idea de la
democracia: muy esclarecedor.
También creo a Castedo
cuando afirmó que, como norma, aceptaba regalos del empresario. Lo justificaba
también porque era algo habitual. Claro, los amigos nos regalamos viajes en
yates, jets privados y fiestas de fin de año en Andorra. Los amigos que somos
alcaldes de una ciudad y empresarios de la construcción que podemos dar
pelotazos inmobiliarios millonarios gracias a la colaboración del consistorio. Todo
muy normal, sí… los cojones!
Por último, afirmaba la nueva
estrella mediática que no se lucró con los presuntos favores realizados a
Enrique Ortiz. También le doy credibilidad. Es verdad, la policía no ha
encontrado pruebas de enriquecimiento de Castedo. Hasta donde sabemos, no hay ingresos
y gastos sospechosos, ni tampoco cuentas en paraísos fiscales. Castedo no se ha
forrado a cuenta de sus presuntos delitos.
Significa esto que es
inocente? Ni de coña. La inocencia o culpabilidad la dictaminará la justicia.
Pero una cosa está clara: no hace falta enriquecerse para ser corrupta. De unos
años a esta parte, los políticos del PP y PSOE en Alicante, no han sido
representantes de la ciudadanía, sino cortesanos de quien realmente mandaba,
Enrique Ortiz. Basta con echar un vistazo al programa La Sexta Columna, el capítulo
titulado Sonia
y Castedo y el constructor insaciable para comprobar hasta qué
punto era el constructor quien manejaba los hilos del Ayuntamiento (o, como
dicen algunos, el Hay-untamiento).
El pago por los servicios
prestados no tenía por qué ser dinero. El poder es mucho más atractivo que el
dinero y más teniendo en cuenta que el salario
de la regidora como diputada autonómica era de 56.000 € al año, al
margen de la asistencia a los plenos municipales y las retribuciones en los
consejos de administración de los que formaba parte. Pero como digo, existe
otro tipo de poder al margen del económico. Es el de estar presente en las
procesiones de semana santa, de acompañar a la bellea cuando se inicia la
mascletá, de pasear su vara de alcaldesa por las calles del barrio el día de
San Nicolás, el poder de tener un asiento principal en el palco del Rico Pérez
y el de preceder al resto de mortales durante la peregrinación a la Santa Faz. Baños
de multitudes y baños en Luceros cuando el Hércules conseguía algún éxito. La primera
alicantina, la alcaldesa del pueblo. Rodeada por doquier de palmeros
agradecidos, era una estupenda manera de colmar un ego injustamente
sobredimensionado. Hay quien dice que se le debe reconocer su cercanía con la
gente de Alicante, pero por mucho que lo intento, no logro ver el mérito de
estar permanentemente de fiesta a costa del dinero público.
Ortiz, el rey midas de la
corrupción y su corte de políticos pusilánimes. Esa es la historia de los
últimos 20 años de la ciudad de Alicante, una verdadera historia de amor. Mientras
se producían esas vergonzosas llamaditas entre el empresario y los supuestos representantes
ciudadanos, la ciudad languidecía sin un proyecto. De pelotazo en pelotazo, de expolio
en expolio, de ocurrencia en ocurrencia.
No son cuestiones éticas, ni
estéticas. No son los modales, las formas, o eso que los cursis llaman
“políticamente correcto”. Es el desprecio por la ciudadanía. Es la compra de
voluntades. Es la corrupción institucionalizada como forma de gobierno, y ahora
llega a nuestras casas de manera televisada.
La vida que me das
La vida que me das
Ana Martínez Marco
Imagen: Ana Martínez Marco 2013 © |
Aquella noche Charles subió pesadamente
hasta la buhardilla. Una preocupación, que no era nueva, empezaba a turbarle
más de lo habitual. Con el candil por delante avanzó alumbrando tenuemente la
estancia, lo posó sobre la mesa y fue a por la silla de madera que había
apartada en un rincón. Al girarse de nuevo, una mirada le sobrecogió. Era ella.
Alta y refinada, permanecía hierática bajo el resplandor parpadeante de la
llama. Sus ojos pardos se clavaron en los de Charles, que, ruborizado, desvió
la mirada. No importaba que la conociera perfectamente, daba igual que llevasen
juntos más de una década. Sus ojos, sus labios, la silueta ceñida por el
cinturón de la gabardina, las ondas cobrizas cayendo sobre aquellos hombros,
culpables de su elegancia, hacían de aquella mujer la imagen de la soberbia, la
perspicacia, el deseo... Y aquello aún aturdía los sentidos de Charles como el
primer día.
Colocó la silla delante de ella. «Buenas
noches, Sophie», susurró recobrando el aliento. «¿Qué hay?»,
contestó ella con la sonrisa pícara a la que le tenía acostumbrado; sin
embargo, a Charles no le pasó inadvertido que aquella fuese más breve. «¿Cansada?»,
preguntó educado. «Sí», aseguró ella con desdén. Charles, consciente de
los pesares de su compañera, añadió: «Sophie… Ya queda poco, lo sabes.
Acabaremos y después…», continuó mientras se acomodaba sobre su asiento. «Y
después ¿qué!», interrumpió ella desafiante. Charles se detuvo muy serio,
meditó unos segundos, tomó aire y antes de hablar no pudo más que negar con la
cabeza: «No sé…». Respuesta que, por supuesto, no agradó a Sophie. «Ah,
no sabes», bufó irónicamente. «¡No! No lo sé. Y si esto no te gusta,
acuérdate de dónde saliste», con este reproche Charles tiñó de suficiencia
su afable y reflexiva apariencia. Pensó que así sería más fácil. No estaba
dispuesto a que nada se interpusiera, ni siquiera sus sentimientos, en la decisión que aún no
sabía si quería tomar. «Entérate bien, ¡ni un momento se me olvida de
dónde salí! Últimamente me lo recuerdas a menudo. Y créeme, a veces pienso que
jamás debiste sacarme de allí», protestó ella. «Veamos Sophie,
sinceramente, me sorprendes. No era eso lo que decías cuando establecimos tu
despacho en la Rue de Rivoli, ni cuando compramos el vestido que ahora mismo
llevas puesto, ni…», y mientras Charles enumeraba un sinfín de lujos
materiales, Sophie resopló impaciente: «No lo entiendes, ¿verdad?». Con
tristeza buscó en los ojos de Charles el rastro del hombre que un día le
prometió algo más que lujos y gloria. Él, al mirarla también y rememorar su
deuda, empañó los cristales de sus lentes. «Lo entiendo perfectamente»,
concluyó rehuyendo la penetrante mirada de Sophie. «Déjame ir entonces…», suplicó
ella.
Charles no decía nada así que Sophie
aprovechó la tregua que ofrecía aquella pausa para sosegarse; después, tragó
saliva y continuó: «Siempre estaré agradecida por la vida que me has dado
pero… No puedo seguir. Quiero…», las palabras salían a trompicones de entre
sus dientes, «… Necesito de una maldita vez…». Una lágrima se le
escapó y recorrió el rosado de su mejilla, la única parte de Sophie que
mostraba la fragilidad sobre la que había sido construida su armadura. Por esa
razón solía llevar un sombrero de ala verde, a juego con su gabardina, con la
firme intención de que sus enemigos no descubrieran que aquella dama de acero
también tenía un talón de Aquiles. Rauda limpió la lágrima con el dorso de su
mano y prosiguió, esta vez más serena y contundente: «Dijiste que esta
sería la última vez».
Sophie era una mujer extraordinaria y como
tal no estaba dispuesta a rendirse. Charles le había enseñado a ser así, a
valerse por sí misma, a luchar, a ser fuerte, perseverante... y a no depender
de nadie jamás. De nadie excepto de él, claro. «Si lo que deseas es que esto
acabe, no te preocupes, esta vez será la definitiva. Se acabará para siempre»,
el tono con el que Charles articuló las palabras, en vez de tranquilizarla, la
inquietó todavía más. Aunque Sophie, lejos de amilanarse, espetó: «No
serás capaz». Exasperada nuevamente, abrió un duelo donde ella tenía las de
perder. Una punzada de rabia recorrió la espina dorsal de Charles y en un
impulso violento se levantó gritando: «¡¿Ah, no?! ¡Aquí soy yo quien toma
las decisiones por si aún no te ha quedado claro!», confuso se revolvió el
pelo.
¿Era posible que la mujer con la que había
superado un sinfín de aprietos, con la que había alcanzado innumerables éxitos,
quisiera acabar con todo? ¿Para siempre? Sí. Era posible y concebirlo le dolió
tanto que enfureció. Ella, consciente ya de que, a pesar de las consecuencias,
prefería acabar con el dolor y la soledad que aquella historia le procuraba,
levantó la cabeza y pronunció: «Oh, ¡cuánto poder! ¿Verdad? ¿Qué se siente
al ser Dios? Hacer y deshacer a tu antojo. ¡Dime! ¡¿Qué se siente?! ¿Quieres matarme?
¡¿Es eso?!», gritó llorando a lágrima viva, «¿Sabes qué? NO SERÁS
CAPAZ». Aquella sentencia enloqueció a Charles: «¡¿Quieres verlo,
insensata arrogante?! Sólo necesito unos minutos y se habrá acabado todo. Tu
despacho, tus clientes, tus victorias, ¡TU VIDA!». Charles respiraba
jadeante y ella, que seguía observándole desde el lugar sumiso que le imponía
aquella relación, se limpió la cara y, firme, contestó: «A estas alturas ya
no me importa mi despacho. Me es indiferente tener más clientes o incluso no
tenerlos. En cuanto a esas victorias que tú dices mías, no lo son. Son tuyas, y
con cada una de ellas solo acumulo nuevas cicatrices. Cicatrices que únicamente
sufro yo, no tú», al pronunciar estas palabras se acarició con dolor
el hombro izquierdo donde aún mantenía fresca la herida que una bala le había
abierto en su último caso. Después detuvo la mano en su corazón, el cual
también se aquejaba por los compañeros que había dejado en el camino, no
exclusivamente ayudantes de oficio. Y aquel dolor, sin ser físico, fue el que
la ayudó a concluir: «Por lo que respecta a mi vida, al parecer, te
pertenece. Así que si quieres acabar con ella…», suspiró, «…que
así sea».
Así, abatida, fue como Sophie consiguió
derrumbar el muro que el mismo Charles había levantado las últimas noches para
evitar el impacto de aquel final. «¿Crees que para mí es fácil,
Sophie?», fue un sollozo el que cerró la interrogación de Charles. «Vengo
aquí todas las noches desde… ¿Cuándo! Ni lo recuerdo», y al hacer
aspavientos con las manos volcó el candil. Los papeles que había sobre la mesa
empezaron a arder. Apresurado, se levantó y con el cojín de su asiento golpeó
repetidamente la mesa; con demasiada fuerza, quizá, para la insignificante
llama que se había prendido y que fue sofocada en la primera sacudida. Charles
sostuvo en sus manos los papeles y comprobó que los peores daños los había
causado el fuego de su pecho y no el del candil. «Maldita sea...
¡Tengo familia!», agotado se dejó caer de nuevo sobre su silla. «No
es fácil dejarte ir, ¿sabes? ¡No sé cómo hacerlo! Hemos…», su
argumento se detuvo con el estrépito de la puerta que se abrió a sus espaldas.
Se giró y quedó perplejo al ver tras de sí a su esposa. «¿Qué ocurre aquí?»,
preguntó ella. «Nada», replicó él. «Cómo que nada, ¿qué escondes
ahí?», dijo avanzando. Él se interpuso intentando ocultar los pecados de
aquella noche pero de nada le sirvió. Ella se deshizo fácilmente del obstáculo
que Charles intentaba suponerle y, de repente, se detuvo atónita. «Charles,
¿esto es lo que imagino?», miró a su esposo sin mudar la expresión. Él,
descubierto, asintió. «Pero… ¿Por qué?», preguntó apenada. «Porque
toda historia tiene su fin», añadió él tristemente. «¿Fin? ¿Esta es la última?
¿De verdad!», incrédula se desplomó sobre el baúl que había a la derecha
del escritorio y, como una niña a la que se le hubiera escapado el globo,
preguntó: «¿Y cómo acaba?». Intrigada, enmarcó su cara entre las
palmas de sus manos y las ondas cobrizas de su cabello, salpicado ya por alguna
cana. No daba crédito a que después de aquella, que todavía estaba por
terminar, no volvería a leer más novelas sobre la truculenta e interesante vida
de Sophie Dupin, detective privado. «Aún no lo sé»,
respondió Charles dubitativo y ella se apresuró: «Debería encontrar al amor
de su vida y casarse. Y tener hijos. Tres. Y…». «Cielo, sabes que no
escribo cuentos de hadas, ¿verdad?», se burló él mientras le ajustaba la
cinta de la bata de seda verde que siempre llevaba antes de dormir. «¿Qué
si no? ¿Vivirá por siempre jamás en su oficina sin que nadie la quiera hasta
convertirse en una anciana y morir devorada por sus gatos?», contestó
irónicamente. «No. Tampoco es eso lo que tengo en mente», negó
Charles. «Y ¿qué es? Vamos, cuéntamelo», le animó. Él se lo pensó y
resoplando añadió: «Tal vez…». Su expresión fue tan dramática que
no hizo falta que terminara la frase. «Que ¡¿qué?! ¡No serás capaz!»,
gruñó ella y esa fue la tercera vez de la noche que Charles escuchó aquellas
palabras en boca de una mujer a la que amaba. «A ver, deja que lea lo
que has escrito hoy», dijo ella cogiendo los papeles que había al lado de
la máquina de escribir. Carraspeó y entonó: «Siempre estaré agradecida
por la vida que me has dado pero…», se detuvo, «… ¿Esto está
quemado!», exclamó al ver la marca carbonizada que había dejado la llama
del candil. «¡Trae! Cuando esté acabado lo leerás», dijo Charles,
que en un abrir y cerrar de ojos había arrebatado el papel de las manos a su
mujer. Ella le miró con falso resentimiento y se despidió: «Te dejo acabar.
¿Seré la primera en leerlo?». «Siempre lo eres», respondió él
volviendo al trabajo. Ella sonrió triunfal y después de besar cariñosamente la
mejilla de su marido se levantó del baúl, aunque él la detuvo sujetándola por
la muñeca. «¿Estás contenta con la vida que te doy?», preguntó
Charles mirándola con preocupación. «Cielo, ¿a qué viene esa pregunta?»,
respondió sorprendida. «Solo contesta», pidió él. Ella dibujó
una expresión de extrañeza dándose unos segundos para pensar: «Sí…
supongo». Charles, aguardando una respuesta más concreta, estiró suavemente
de la muñeca de su esposa. «Amor...», comenzó mientras se
sentaba sobre las rodillas de su marido, «…me crié en el campo.
Nunca soñé con vivir en una casa como esta. Nuestros hijos podrán estudiar.
Incluso en el extranjero si lo desean. ¿Quién me iba a decir…? Querido, tus
libros nos han dado cosas que no podíamos ni imaginar cuando éramos dos
críos», dijo mesándole el cabello. «¿Te acuerdas cuando llegamos
a la ciudad en busca de trabajo? A veces me gusta recordar el día en que te
contrataron en el periódico para escribir cuentos cortos. Y cómo lo celebramos
en aquel pajar ¿te acuerdas?», ambos sonrieron melancólicos. «Así
que sí, estoy muy contenta con la vida que me das», y con una amplia
sonrisa intentó calmar el desasosiego de su esposo, quien pronto devolvió la
atención a su máquina de escribir. Ella le besó, esta vez en la frente, y se
dirigió hacia la puerta. «¿Cambiarías algo?», preguntó Charles
antes de que ella saliera de la habitación. Como si fuera su última oportunidad
para ser realmente sincera, dio media vuelta y contestó: «Sí. Solo
cambiaría una cosa. Si pudiera volver al principio…», hizo una pausa,
«…intentaría que pasaras más noches conmigo que con ella». A Charles se
le congeló el aliento. Tal confesión le obligó a girarse hacia la puerta y
redescubrir bajo el quicio unos ojos pardos que le miraban con la misma
intensidad que el primer día; una intensidad indescriptible incluso para él que
era un profesional de las palabras. Conmovido, rogó: «Solo una noche
más». Ella asintió y desapareció tras la puerta. De nuevo, estaban
solos en la buhardilla él y ella, Charles y Sophie, que atenta lo había
escuchado todo desde los renglones donde vivía. Ambos se miraron fijamente y
dejaron pasar los minutos. Puede que hasta las horas. Sin embargo, aquella
noche no hubo más palabras de rabia contenida, tampoco de amor, ni siquiera de
despedida. Charles releyó las dos últimas páginas que había escrito, las
arrugó, y tras colocar una hoja limpia en el carro de su vieja Olivetti
M1, dedicó aquella última noche a mecanografiar el mejor final que jamás
nadie hubiera vaticinado a una mujer como Sophie Dupin, detective
privado.
XIII Premios Provinciales de la Juventud
Diputación de Alicante
2º Premio Relato Breve
La risa
Por Berta Echániz Martínez
Esa risa burlona se agitó con brusquedad y volvió a salir por mi boca en forma de alarido perruno. En ese momento comprendí que la risa, aunque la niegues, la arrincones, la ocultes, la encierres, la amordaces, la censures o la castigues siempre encontrará las artes para hacerse grande, contagiosa, flexible, larga o decidida, para llegar a convertirse en un ladrido revolucionario.
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Una de estas tardes, en un sueño de siesta, se me acercó Guillermo de Baskerville y, con una socarrona sonrisa a lo James Bond, masculló algo entre dientes, algo así como que la risa es “instrumento de verdad”. Antes de poder preguntarle si llevaba calzoncillos bajo su hábito franciscano, se esfumó y empecé a escuchar una cancioncilla, parecía una nana: “…tu risa me hace libre…” Era Miguel quien la entonaba, acurrucado en una esquina de la habitación se había hecho pequeñito, pequeñito... y apenas dejaba asomar una de esas sonrisas que duelen con sólo mirarlas. De repente, una misteriosa sonrisa vino volando hasta mi pelo y se posó en mi gancho rojo, a medida que intentaba atraparla, se hacía más y más grande… Se hizo tan inmensa, que explotó en una risa contagiosa que cambió la cama de sitio e hizo volar las sillas en una nube de vapor de té. Esa misma risa comenzó a alargarse como un chicle de fresa y se estiró t a n t o, t a n t í s i m o que, cuando me quise dar cuenta, estaba enrollada sobre mí. La única solución que encontré para zafarme de ella, fue darle mordiscos y, en unos minutos, mis bocados se hicieron más y más fuertes. Así, en un periquete, la engullí entera. Podía notar cómo se deslizaba lentamente hasta mi estómago y, mientras
acariciaba la idea de tenerla allí durante unos días, ocurrió algo
inesperado
Esa risa burlona se agitó con brusquedad y volvió a salir por mi boca en forma de alarido perruno. En ese momento comprendí que la risa, aunque la niegues, la arrincones, la ocultes, la encierres, la amordaces, la censures o la castigues siempre encontrará las artes para hacerse grande, contagiosa, flexible, larga o decidida, para llegar a convertirse en un ladrido revolucionario.
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