Por Ana Martínez Marco
Yo de pequeña quería ser muchas cosas de mayor. A finales de los 80, la idea de ir por las calles con un cubo y una escoba pegando posters de conciertos en las paredes era lo que más me gustaba. “Cariño, eso no es una profesión”, se reían en casa, así que lo que más me gustaba después de “eso” era ser seño -y en mi casa también. Durante los 90 descubrí un amplio abanico de profesiones y quise ser desde médico hasta astronauta, pasando por Spice Girl. Cantante, bombero, veterinario, nadadora –de sincronizada- … eran trabajos taaaan guays, que escoger uno sería difícil. Fueron los años y el desarrollo, adecuado o nulo, de determinadas capacidades los que acotaron mis ambiciones profesionales y me hicieron decantarme por trabajos más factibles para mí como profesora de matemáticas, periodista, psicóloga, abogada... ¿Abogada? Ah, ¡sí! Porque adoraba a ¡Ally McBeal! No pasarán años suficientes para que desarrolle adecuadamente el reconocimiento de mis habilidades y saber que es mejor no cantar en público. Bueno, a lo que iba, a punto de empezar Bachiller, ya en el nuevo milenio, seguía dando igual la profesión a la que quisiera dedicarme el resto de mi vida porque el caso era –desde los 80- : “SI-ES-TU-DIAS-MU-CHO...”, de mayor, “...SE-RÁS-LO-QUE-TÚ-QUIE-RAS-”.
Yo de pequeña quería ser muchas cosas de mayor. A finales de los 80, la idea de ir por las calles con un cubo y una escoba pegando posters de conciertos en las paredes era lo que más me gustaba. “Cariño, eso no es una profesión”, se reían en casa, así que lo que más me gustaba después de “eso” era ser seño -y en mi casa también. Durante los 90 descubrí un amplio abanico de profesiones y quise ser desde médico hasta astronauta, pasando por Spice Girl. Cantante, bombero, veterinario, nadadora –de sincronizada- … eran trabajos taaaan guays, que escoger uno sería difícil. Fueron los años y el desarrollo, adecuado o nulo, de determinadas capacidades los que acotaron mis ambiciones profesionales y me hicieron decantarme por trabajos más factibles para mí como profesora de matemáticas, periodista, psicóloga, abogada... ¿Abogada? Ah, ¡sí! Porque adoraba a ¡Ally McBeal! No pasarán años suficientes para que desarrolle adecuadamente el reconocimiento de mis habilidades y saber que es mejor no cantar en público. Bueno, a lo que iba, a punto de empezar Bachiller, ya en el nuevo milenio, seguía dando igual la profesión a la que quisiera dedicarme el resto de mi vida porque el caso era –desde los 80- : “SI-ES-TU-DIAS-MU-CHO...”, de mayor, “...SE-RÁS-LO-QUE-TÚ-QUIE-RAS-”.
Estudiar mucho, qué frase. ¿Por qué se
pondría de moda? La repetía papá, mamá, la abuela, la seño, el profe... ¡to quisqui! Quizá la abuela insistía
porque ella aprendió a leer con 60 años,
ya que cuando tenía 6 cuidaba de dos niños más pequeños y una cabra. Lo
que vino después: servir. A mi padre, sin embargo, que fue al cole desde
siempre, nunca le gustó porque cuando se portaba mal le estiraban de la patilla
o le daban un bofetón. Así que mi abuelo no tardó en plantearle el célebre:
“Tú, ¿qué quieres! ¿Estudiar o trabajar?”. Y como en aquella época no se
estilaban los ninis, a la fábrica que se fue con 14 años. De ahí me
viene la sospecha de que la popularidad del “estudia mucho” se debió a la
relación entre el pasado académico y el futuro laboral de las personas de
nuestro entorno. Era algo así como una simplificación de “Estudia mucho, como
tu seño, y vivirás mejor que yo, que
no lo hice o que no pude”.
La
realidad era que, después del Franquismo, la amplia mayoría de niños españoles
podíamos y debíamos ir al colegio en condiciones adecuadas para estudiar y
labrarnos un futuro “decente” –habría dicho mi abuela como si el suyo no lo
hubiera sido. Así que así lo hicimos, estudiamos mucho -lo de aprender, sólo a
veces- para convertirnos en lo que habíamos querido ser desde pequeños o,
simplemente, para no mosquear a nuestros padres.
Fuimos
al colegio, al instituto, a horas extraescolares de inglés, judo -¡¿judo?! ¿cuántos
de vuestros amigos hablan inglés?, y ¿¿cuántos son judokas??, pues eso-, clases
particulares de matemáticas, física, química... Algunos padres se dejaron tanta
pasta en academias que si no hubieran tenido hijos hoy tendrían un apartamento
en Torrevieja. En fin, que estudiamos.
Cuando algunos de nuestros padres y bastantes de nuestros abuelos ni si quiera
lo tuvieron como opción, para nosotros era un derecho que en un futuro nos
daría la oportunidad de elegir. Así que todos fuimos superando etapas
académicas, orientándonos hacia el campo laboral que nos fascinaba, al que nos
daba la nota, al que se matriculaban nuestros amigos, o elegían nuestros
padres... Y después de pasar por exámenes escritos, orales, selectividades,
prácticas online, en empresas, y demás penitencias estudiantiles -aquí no
cuentan las horas en la cantina-, ¿qué pasó? Pues que nos hicimos mayores y la
mayoría no podemos ser lo que queríamos ser porque somos muchos titulados, la
crisis, no aprendí el inglés que demandan, la crisis, no puedo pagarme un
máster porque ya no dan becas por los recortes, otra vez la crisis... Y las
opciones más recurrentes: aprender idiomas y hacer la maleta o aceptar
un trabajo al que también hubiéramos llegado si con 14 años nos hubiéramos ido
a una fábrica. La de hacerse emprendedor... sólo la menciono, que está
reservada para otro artículo y no quiero hacer spoiler.
¿Qué
pasa ahora que somos mayores? Ahora que sabes medir la desesperación en número
de currículums enviados, en proceso, o
rehechos para que no te repitan lo de “estás sobrecualificado”. Ahora que,
después de invertir tus ahorros en el carne de Español por el mundo, has
vuelto de Dublín hecho un callejero viajero- sin un duro claro. Ahora
que estás harto de escuchar que a tu edad tu madre ya tenía dos hijos, cuando
tú aún duermes en el cuarto en el que colgabas los posters de la SuperPop.
Seamos realistas, el sueldo de etern@ becari@ no da para independizarse y,
mucho menos para la factura del iphone, el gimnasio, salir de fiesta... ¿Qué
triste no? ¿Te das pena a ti mism@? Estupendo. Es el momento de que leas Why Generation Y Yuppies Are Unhappy,
publicado en el Hufftington Post. Te hago un adelanto. En este artículo se nos
presenta como la Generación Y, aquellos que nacimos entre finales de los 70 y
mitad de los 90, y a partir de una ecuación explica por qué no llegamos a ser
felices del todo:
Felicidad = Realidad –
Expectativas
Lo
que se traduce en que si las expectativas son menores de lo que la realidad nos
ofrece, la felicidad aumenta, y disminuye, si la realidad nos ofrece una
situación por debajo de nuestras expectativas. Dicha ecuación se fundamenta en
que observando la progresión de la vida (esfuerzos respecto a logros) de las
generaciones que nos preceden, todo hacía prever que, siguiendo la tendencia,
nuestra vida sería bastante guachi. Un ejemplo: nuestra abuela no fue al
colegio y tuvo una infancia dura, emigró a la ciudad y se puso a servir, compró
una casa y consiguió que sus hijos fueran al colegio, los cuales, a pesar de no
haber hecho carrera, a base de trabajo, también pudieron comprar una casa, les
dieron colegio y carrera a sus hijos y, además, se los llevaron de vacaciones
todos los años. Admitámoslo, ante eso, ¿cuáles eran nuestras expectativas? Pues
lo mismo pero en mejor, ¿verdad? Claro. A eso le suma el hecho de que desde
siempre nos hemos sentido “especiales” y predestinados a triunfar -aquí parte
de la culpa la tiene Disney-, y en base
a esa creencia y sin ninguna experiencia, argumenta que queremos una vida ideal
sin que hayan transcurrido años de duro trabajo y esfuerzo, como pasó con
nuestros antecesores. Desde luego este artículo tiene varias lecturas y yo
recomiendo que la hagas desde una perspectiva autocrítica y divertida, verás
que algo de razón tiene y la sonrisa te la va a sacar seguro -yo todavía sigo
esperando a mi unicornio-. Aunque sinceramente no creo que tener altas
expectativas sea malo. ¿Qué es trabajar duro? Evidentemente el trabajo duro que
tuvo que hacer mi abuela para llegar a tener una casa no podría compararse al
que tuvo que hacer mi padre, ni al que tengo y tendré que hacer yo, entre
muchas cosas por los cambios de contexto social, político, económico... Desde
la juventud de mi madre a la mía han pasado muchas cosas: el picú, el cassete,
el CD, el DVD...; la Oveja Dolly, el Pulpo Pol
; Felipe, Aznar, Zapatero y Rajoy; el No cambié de Tamara, Susan Boile, Pitbull; las Torres Gemelas, el 11M; la burbuja inmobiliaria, los desahucios exprés... Ha pasado de todo. De todo hasta llegar a una situación de retroceso social que no nos satisface y que nos frustra a la mayoría porque no podemos ser lo que queríamos ser desde pequeños, porque se nos ha ido al traste el Plan A, y ahí nos hemos quedado, con cara de apio triste. Claro, somos ¡la Generación Perdida! O así nos llaman, pero es que nos han crecido los enanos. Después de tantos años de subida, nos ha tocado la caída libre: tasas educativas a precio de oro, recorte en becas, contratos basura, paro juvenil, y un larguísimo etcétera ligado a la situación de crisis internacional, agravada por la nefasta intervención política de los últimos años.
¿Qué cara vamos a poner! -dirás tú. Pues sí, pero ahí creo yo que está el fallo. En realidad somos una generación que mola mucho pero tenemos un defecto que nos hunde. Yo me he dado cuenta en el espejo de mi casa, y cuando quedo con amigos, hablo con familiares, conocidos... Lo que nos falla es ¡la cara! La cara de pedo que ponemos ante lo que nos pasa. Hemos interiorizado de tal forma “el que no tiene padrino no se bautiza”, “esto ha sido así siempre”, “si no lo haces tú hay cien detrás que sí lo van a hacer” que nos lo hemos creído. Tanto, que estamos viendo cómo nos llaman de todo y no hacemos mucho más que indignarnos y quejarnos. Yo normalmente lo hago, pero en lugares poco eficaces como el ascensor de mi bloque con mi vecino, la terraza de un bar con mis amigos,... No, tengo que hacer algo. De momento, ¡quitármela! Vale. Desde ya no tengo cara de estar oliendo a pescado. Ha sido el primer paso. Y el segundo, escribir este artículo y publicarlo en El Perro Rojo. Y el tercero, pedirte a ti, que también te joden muchas cosas y que se las cuentas a tus amigos, a tus padres, o que te las guardas, que las escribas y las compartas aquí y donde puedas. Que protestes por lo que no te gusta. Porque el cambio empieza por ahí, o de eso me convencieron los autores del resto de artículos de esta revista. El cambio depende de nosotros, que somos esa generación que no termina de ser feliz pero que tiene recursos de sobra. Estamos sobrecualificados ¿te acuerdas?
; Felipe, Aznar, Zapatero y Rajoy; el No cambié de Tamara, Susan Boile, Pitbull; las Torres Gemelas, el 11M; la burbuja inmobiliaria, los desahucios exprés... Ha pasado de todo. De todo hasta llegar a una situación de retroceso social que no nos satisface y que nos frustra a la mayoría porque no podemos ser lo que queríamos ser desde pequeños, porque se nos ha ido al traste el Plan A, y ahí nos hemos quedado, con cara de apio triste. Claro, somos ¡la Generación Perdida! O así nos llaman, pero es que nos han crecido los enanos. Después de tantos años de subida, nos ha tocado la caída libre: tasas educativas a precio de oro, recorte en becas, contratos basura, paro juvenil, y un larguísimo etcétera ligado a la situación de crisis internacional, agravada por la nefasta intervención política de los últimos años.
¿Qué cara vamos a poner! -dirás tú. Pues sí, pero ahí creo yo que está el fallo. En realidad somos una generación que mola mucho pero tenemos un defecto que nos hunde. Yo me he dado cuenta en el espejo de mi casa, y cuando quedo con amigos, hablo con familiares, conocidos... Lo que nos falla es ¡la cara! La cara de pedo que ponemos ante lo que nos pasa. Hemos interiorizado de tal forma “el que no tiene padrino no se bautiza”, “esto ha sido así siempre”, “si no lo haces tú hay cien detrás que sí lo van a hacer” que nos lo hemos creído. Tanto, que estamos viendo cómo nos llaman de todo y no hacemos mucho más que indignarnos y quejarnos. Yo normalmente lo hago, pero en lugares poco eficaces como el ascensor de mi bloque con mi vecino, la terraza de un bar con mis amigos,... No, tengo que hacer algo. De momento, ¡quitármela! Vale. Desde ya no tengo cara de estar oliendo a pescado. Ha sido el primer paso. Y el segundo, escribir este artículo y publicarlo en El Perro Rojo. Y el tercero, pedirte a ti, que también te joden muchas cosas y que se las cuentas a tus amigos, a tus padres, o que te las guardas, que las escribas y las compartas aquí y donde puedas. Que protestes por lo que no te gusta. Porque el cambio empieza por ahí, o de eso me convencieron los autores del resto de artículos de esta revista. El cambio depende de nosotros, que somos esa generación que no termina de ser feliz pero que tiene recursos de sobra. Estamos sobrecualificados ¿te acuerdas?
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