Por Eduardo Bueno Vergara
Lo confieso. Cada dos domingos, desde la dos a las cuatro de la tarde, me quedo pegado a la televisión viendo como veinte kamikazes recorren un circuito a toda velocidad pilotando vehículos que son insultantemente caros y absurdamente contaminantes. Sé que la Fórmula 1 es un negocio opaco, una especie de mafia de las cuatro ruedas que compadrea con políticos corruptos de medio mundo (bien lo sabemos en el País Valenciano) para, hablando en plata, forrarse y permitirse una lujosa vida que empieza en las boutiques más caras y acaba en sus horteras yates. Soy consciente de todo y por ello me declaro culpable ante el tribunal de los jueces custodios de las verdaderas esencias de la izquierda.
Lo confieso. Cada dos domingos, desde la dos a las cuatro de la tarde, me quedo pegado a la televisión viendo como veinte kamikazes recorren un circuito a toda velocidad pilotando vehículos que son insultantemente caros y absurdamente contaminantes. Sé que la Fórmula 1 es un negocio opaco, una especie de mafia de las cuatro ruedas que compadrea con políticos corruptos de medio mundo (bien lo sabemos en el País Valenciano) para, hablando en plata, forrarse y permitirse una lujosa vida que empieza en las boutiques más caras y acaba en sus horteras yates. Soy consciente de todo y por ello me declaro culpable ante el tribunal de los jueces custodios de las verdaderas esencias de la izquierda.
Pero hay más. Y es que también
me gusta el fútbol y, por ejemplo, me encanta que gane La Roja, aunque me
revuelve el estómago cuando compruebo que gente indeseable como Rajoy disfruta
de las mismas victorias. Eso sí, yo desde casa, y él en un palco.
Y la cosa no acaba aquí. Mucha
de mi ropa la he comprado en alguna de esas tiendas de la cadena Inditex o
parecida (la verdad es que me parecen todas iguales), donde es bien conocido el
origen de sus prendas. Además, conduzco habitualmente y, por tanto, suelo poner
gasolina, o lo que es lo mismo, contribuyo a enriquecer a los mangantes del
petróleo que esquilman a las poblaciones de unos países en los que no se
respetan los derechos humanos.
No obstante, no creo que todo
esto me haga peor persona. Tampoco me tengo por alguien egoísta, poco
comprometido, o que no está en sintonía con la naturaleza, como les gusta decir
a los modernillos, new age, y demás
neoliberales encubiertos. Si acaso, lo que me hace es ser humano, es decir, una
persona como cualquier otra, plagada de contradicciones internas. En todo caso,
no se puede cargar sobre las espaldas de una persona, las iniquidades de las
grandes compañías que deberían estar sujetas al derecho internacional y, por
tanto, responder ante las instituciones pertinentes.
Pues bien, muchas veces, eso
que se conoce como “la izquierda” (un término confuso y quizá pasado de moda y
en el que, por supuesto, no podríamos incluir al PSOE), ha dirigido su mensaje
sólo a aquellos que tienen un estilo de vida acorde con la pureza que se exige
a alguien comprometido. Por ejemplo:
“¿Te gusta el fútbol? ¡Qué bruto, si eso es el opio del pueblo!”. O “¿Compras
en el Carrefour? Estás contribuyendo a la explotación de los pobres
agricultores andinos”. O uno basado en
un hecho real: “¿Te gusta Bisbal? ¡Anda ya, eso es mugre españolista!”.
Evidentemente, el fútbol ha
perdido gran parte de su contenido social y espíritu de equipo y se trata de un
negocio de millonarios y corruptos. Los hipermercados son un modelo de
distribución que sólo benefician a los grandes propietarios. Sin embargo, ¿qué
se consigue exhortando (muchas veces en tono reprobatorio) a que no se vea
fútbol, no se compre en grandes superficies o, en suma, no se haga lo que todos
solemos hacer habitualmente? Se consigue rechazo.
El pensamiento de izquierdas se
ha sentido cómodo creando un ecosistema excluyente, donde la superioridad moral
e intelectual le otorgaba el derecho a regañar al resto de la población por su
falta de implicación. Pero de nada sirven esas tertulias de porro y litrona en
las que se habla de la incapacidad de la mayoría para comprender los entresijos
de la lucha de clases, la plusvalía y la correlación de poderes.
Otro tanto ocurre con el
ejército, actualmente tildado de reaccionario (y lo fue durante buena parte del
siglo XX), pero que, por ejemplo durante el siglo XIX, se destacó por ser la
fuerza más activa a favor del liberalismo y en contra del Antiguo Régimen.
En definitiva, en la búsqueda
de la pureza ideológica y el abandono de ciertas esferas de poder, los que
constituimos mayoría de población, fuimos marginados de las instituciones y
relegados a la minoría. Sin embargo, diagnosticado este problema, a través de diversos
movimientos ciudadanos y políticos (por ejemplo Frente Cívico, Podemos o los Guanyem) se disponen a revertir la
situación. Sin juicios de valor, sin regañinas, y dando cabida a todo aquel que
quiera sumar. Claro que se puede ir a misa y querer cambiar las cosas. Se puede
estar en el ejército no para defender una bandera, sino a tus conciudadanos. Y,
por supuesto, te puede gustar el fútbol o la Fórmula 1 y querer hacer la
revolución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario