Por Dulcinea Tomás Cámara
El portugués fue la primera lengua europea en arribar a un continente donde nació el primer idioma del mundo: a lo mejor por eso, la tierra donde se contó la primera historia y se entonó el primer verso nos cautiva cada vez con más destreza, fractura el astrolabio de las narrativas que navegan las rutas ordenadas, y nos ofrece, a cambio de estallar cada vez más fuerte y quemarnos el cielo de las cartas celestes, convertirse en una de las literaturas más potentes de los últimos tiempos. Y aunque la literatura lusófona no disfrute exactamente de la misma difusión editorial ni del mismo éxito comercial que sus homólogas francófonas y anglófonas –ni mencionaré la literatura hispanoafricana que se queda sistemáticamente fuera de toda liga– Angola se escapa cada vez mejor de esta tendencia hacia la minorización.
El portugués fue la primera lengua europea en arribar a un continente donde nació el primer idioma del mundo: a lo mejor por eso, la tierra donde se contó la primera historia y se entonó el primer verso nos cautiva cada vez con más destreza, fractura el astrolabio de las narrativas que navegan las rutas ordenadas, y nos ofrece, a cambio de estallar cada vez más fuerte y quemarnos el cielo de las cartas celestes, convertirse en una de las literaturas más potentes de los últimos tiempos. Y aunque la literatura lusófona no disfrute exactamente de la misma difusión editorial ni del mismo éxito comercial que sus homólogas francófonas y anglófonas –ni mencionaré la literatura hispanoafricana que se queda sistemáticamente fuera de toda liga– Angola se escapa cada vez mejor de esta tendencia hacia la minorización.
Angola
funciona tempranamente como un país de grandes plumas, y cuyo nacimiento
literario lo desfila el siglo diecinueve con precursores como Joaquim Dias
Cordeiro da Matta (1857-94), y más tarde con el «asimilado»[1]
africano António de Assis Júnior (1887-1960). Incluso la modernidad se abre
conservadora y rebelde, y encontramos a Fernando Castro Soromenho (1919-1968)
que sería censurado por las autoridades coloniales debido a su creciente
protesta narrativa contra el régimen portugués en Angola, acarreándole unos posteriores
exilios francés y brasileño. Y tristemente, este evento casi anecdótico en un
funcionario que maduró con dolor desde una mirada exótica y una escritura
colonial hacia un carísimo despertar de conciencia, podría ser interpretado
como un trágico vaticinio. Y es que ya puesta en marcha la revista literaria Mensagem en 1951 (año en que Agostinho
Neto, poeta y primer presidente electo de Angola en el año 1975, será
encarcelado), algunos integrantes del grupo multiétnico de Nuevos Intelectuales
de Angola en Luanda volvieron a pagar el impuesto de la conciencia: el brillante
José Luandino Vieira, tildado de terrorista por el régimen de Salazar y
riguroso cumplidor de luto por su activismo político contra la actividad
colonial, fue prisionero durante once años del campo de concentración de Tarrafal,
en la isla caboverdiana de Santiago. Un Luandino encarcelado (a lo mejor
también) por el desafío político que implicaba vestir de poesía y trenzar con ternura
el pelo enredado y tumultuoso del inframundo de la miseria y de la injusticia,
entre mandiocas que tiemblan frente a una tormenta que canta canciones de agua
sobre chapas de zinc. Y que como nadie, escribió el hambre que llega hasta la
mica clavada en los pies desnudos, un estómago que sueña, también, y que sólo se
puede engañar hirviendo dalias y raíces de flores que denuncian la derrota de
los higos, entre niños sin trabajo y abuelas que combaten la pobreza con la
blancura imposible de sus delantales. Y así llega Angola hasta la generación
más joven con Ondjaki a la cabeza, que tan prolífico como precoz, nos inquieta
las tardes con relatos que van desde la suspensión del tiempo hasta el recuerdo
de guerras en las que todos querríamos perder algo.
La literatura
angoleña tiene esas cosas: se queda un poquito fuera de la Historia y se apoya
como un viajante adormilado en el hombro de una mitología de musseques, tan ricos en su miseria como orgullosos
de una nostalgia imprecisa que siempre se guarda bajo llave en una casa
construida con cartón y pintada con anhelos. Y es que en cierta manera, todos
sus escritores siembran el cultivo feroz de las éstorias, género acuñado por el brasileño Guimarães Rosa y
felizmente deformado por la oralidad y la interferencia del quimbundu por Luandino,
también utilizado por Ondjaki, e incluso por el gran escritor mozambiqueño Mia Couto,
autor con el que José Eduardo Agualusa ha escrito dos obras de teatro, Chovem amores na Rua do Matador y A Caixa Preta, y cuya amistad vecina me
recuerda a ese juego estival en el que se arañaban las rodillas Bioy y Borges
como niños solemnes en los veranos abrumadores de Buenos Aires. Siempre he
querido imaginar aquellas veladas de cerveza tibia y de luciérnagas: las de
Agualusa y Couto digo (las de Bioy y Borges se ahogan en la enciclopedia y en el
sánscrito, en copas de brandy. Y me obligan asustada, a una ceremonia repleta
de espejos, y de laberintos, de cuellos de mujer almidonados. De minotauros). A
José Eduardo –no sé por qué– me lo imagino mejor.
Nacido en 1960
en Huambo (Angola), José Eduardo Agualusa se erige como uno de los mejores
escritores angoleños del panorama lusófono (y africano) actual. Con una amplia
trayectoria literaria que ha desembocado en traducciones a veinticinco idiomas,
Agualusa es responsable, entre otras obras superlativas, de El vendedor de pasados (2004). Una
novela teñida de una verdadera filosofía literaria, y revestida de escondites y
alusiones, en la que el narrador no es ni más ni menos que un camaleón en el
que se ha reencarnado el escritor argentino Jorge Luis Borges (camuflado como
siempre, como cuando era humano) que nos cuenta la historia de Félix Ventura,
un albino que vende pasados ilustres a la nueva burguesía bessangana, adinerada pero sin una genealogía que sostenga con el
peso de los mitos nacionales, la vulgaridad de su fortuna. Y aunque así lee su
tarjeta de visita –«Garantice a sus hijos un pasado mejor»– Félix Ventura se
niega a ser considerado un falsificador: él inventa sueños, siendo a su vez que
esta novela recurre obsesivamente tanto a éstos (en los que finalmente no
sabemos si es el camaleón el que sueña con Ventura o al revés), como a los
pasados desfigurados por la violencia de sus protagonistas, al borgeano motivo
del doble, incluso del triple. A los retratos que reflejan como espejos: porque
éstos también son retratos, a su manera y según quién se anime a su abismo.
Para el lector de Borges, Félix es un Funes (re)memorializante en una casa
llena de verdades y mentiras que respira, una nave llena de voces, enamorada de
palabras antiguas. Así llegará a su puerta un hombre blanco en busca de una
genealogía africana. Y será a partir de las invenciones de Félix Ventura que su
misterioso cliente, rebautizado por Félix como José Buchmann, comenzará la
búsqueda furtiva de sus falsos antepasados.
-En sus novelas existe una tendencia a la
revalorización absoluta de los sueños: uno de sus personajes en Las mujeres de mi padre (2007) dirá «Los
sueños deben ser tomados en serio. No hay nada tan verdadero que no merezca ser
inventado», y el protagonista de El
vendedor de pasados (2004) se arroga el papel de inventor de sueños frente
a las trampas de la Verdad. ¿Cuál es su opinión respecto del poder de los sueños/la
ficción en la contemporaneidad, frente a las ficciones del Poder/oficiales?
-No creo en verdades absolutas, me
interesan todas las versiones. La ficción, al no estar comprometida con la
verdad, puede ayudarnos a mirar el mundo desde una nueva perspectiva y
descubrir así otras versiones. La principal diferencia entre regímenes
democráticos y regímenes totalitarios tal vez resida en eso: los regímenes
totalitarios defienden la existencia de una única verdad, de una única versión,
anulando todas las otras.
-¿Hasta qué punto las «ficciones» literarias
(teóricamente inocuas) son contradiscursos desestabilizadores para el statu quo? ¿Cree que el autor africano
ha sido, y aún es, un personaje especialmente incómodo para las fuerzas
políticas hegemónicas? En sus palabras, ¿cuál es la relación entre las
«verdades pérfidas» y las «mentiras benévolas»?
-Creo que si un escritor es sincero, que es la única
manera de ser un buen escritor, siempre va a perturbar. Un buen libro es aquel
que perturba, aquel que hace pensar, y no hay nada que incomode más al statu
quo que el pensamiento. En un régimen totalitario un escritor molesta, porque
su trabajo lleva al debate. En el caso de Angola molesta, pero no tanto, porque
poca gente lee libros. Los regímenes totalitarios aprecian el analfabetismo.
-Otro punto interesante en su narrativa es el juego
intertextual que se emprende con la literatura latinoamericana. ¿Cree que las
condiciones sociopolíticas, históricas y culturales presentes y compartidas en
ese diálogo «Sur-Sur» han generado una sensibilidad específica que permite
entablar una suerte de hospitalidad poética entre ambos continentes?
-Luanda, la capital de Angola, surgió
hace quinientos años como parte de ese diálogo, a pesar de ser, en aquella
época, un diálogo perverso basado en el tráfico negrero. Lo cierto es que,
durante cuatrocientos años, Luanda va a contribuir en la formación de Brasil y
de otras naciones latinoamericanas (deberíamos decir naciones afrolatinoamericanas)
pero también será transformada por ellas. Luanda, como Benguela y otras
ciudades del litoral de Angola, es hoy, en gran medida, un territorio afrolatino.
Eso no ocurre en el interior del país.
-El motivo del doble, de los espejos, del amor como
algo producto del desconocimiento más que del conocimiento, del juego como algo
sagrado y significativo… ¿Hasta qué punto la obra de Borges o de Cortázar han
influido en su obra?
-Ambos fueron importantes en mi
formación. «El vendedor de pasados» es directamente un homenaje a Borges. A mí
siempre me interesó mucho más el absurdo –la intrusión del absurdo en la
realidad– que lo fantástico.
-¿La belleza es una condición objetiva o un
fenómeno?
-La belleza, como decía mi abuela, está en los ojos de
quien mira; como escribió Breton: «La belleza será convulsiva o no será». Me
gusta particularmente esta idea.
-¿Se considera un escritor africano? ¿Hasta qué
punto todo escritor africano está abocado a ser un «vendedor de pasados» frente
a los pasados que han vendido los gobernantes africanos en la construcción de
una mitología nacionalista y un orden neocolonial?
-Soy un ciudadano angoleño que
escribe y que vive de aquello que escribe, no tengo otro oficio. Como he dicho
antes, creo que el papel del escritor es dar a conocer otras versiones, es promover el debate. Contestar a las versiones
oficiales o dominantes es parte de ese trabajo.
-¿Qué papel considera que juega la literatura
africana en la actualidad? ¿Cómo ve el futuro de las letras africanas en el
contexto literario actual?
-La literatura africana puede servir
para mostrar al mundo otra cara de África, más allá de aquel que Occidente y
las potencias coloniales construyeron. Internamente, puede servir para promover
el debate. En cualquier caso servirá para hacer pensar.
Para generar un escritor es
necesario, en primer lugar, generar lectores, millones de lectores. En nuestros
países todavía se lee poco. El gran desafío es alfabetizar a todas las
poblaciones africanas, crear redes de bibliotecas públicas y de buenas
librerías. Sólo entonces podremos tener escritores que sean capaces de
transformar en literatura las múltiples historias, los numerosos dramas, que
andan por las calles. A pesar de esto, la verdad es que en los últimos años han
ido surgiendo algunos escritores africanos con capacidad de reafirmarse
internacionalmente, sobre todo nigerianos. Son jóvenes cosmopolitas y
sofisticados. Parecen del todo diferentes de la primera generación de
escritores africanos, y tienen de particular el desapego a las tradiciones. O,
mejor dicho, no parecen vivir como sus abuelos el falso dilema del
enfrentamiento entre tradición y modernidad. Se trata de una generación postnacionalista:
por un lado están más preocupados por reafirmarse como escritores que de
reafirmarse como africanos; por otro son buenos burladores de fronteras,
estando en su salsa tanto en Lagos como en Londres o Nueva York. Las obras que
producen reflejan esa sofisticación y mundivivencia y, debido a ello, responden
a cuestionamientos que bien puede experimentar
un joven nigeriano o bien cualquier habitante de Londres, Madrid o
Lisboa a día de hoy.
(No sé exactamente por qué, pero Agualusa es de esos magos, que sin
revelarnos una sola puntada torcida en el pañuelo donde envuelve con afecto a sus
trampas, nos enseña a imaginar la magia, que siempre es invisible. Como los cacimbos o inviernos tropicales, un truco
de los angoleños más tenaces que se empeñan en querer estaciones, a las que esperan
y reciben con una bufanda que respira el perfume de otro hemisferio. Y es que
para ellos es tan real como la nieve: como dice José Eduardo, la verdad no es
más que una superstición).
Traducción del
portugués: Álvaro Alconada Romero
Publicado originalmente en la Revista Guin Guin Bali
Publicado originalmente en la Revista Guin Guin Bali
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