Sobre las cenizas...

Por Berta Echániz Martínez

Me gusta el Miércoles de Ceniza. Ya me gustaba cuando, en el colegio, interrumpíamos alguna clase y dejábamos conducir nuestros pasos hacia la capilla. Una vez allí, oíamos deslizarse entre fríos susurros de piedra: “Polvo eres y en polvo te convertirás”, mientras alguien dibujaba una cruz grisácea en nuestras frentes. Disfrutaba observando los caprichosos trazos de la ceniza en las caras de los demás y sonreía al comprobar cómo los más presumidos soplaban sus flequillos para hacer desaparecer cuanto antes aquel tiznajo. A veces, llegaba la hora de comer y yo aún tenía un asomo de borrón en la frente. Imaginaba, fruto de una deshilachada mezcolanza fabricada a partir de preceptos religiosos y fantasías varias, que cuanto más durara aquel polvillo sobre mi piel, más tiempo sería portadora de un misterioso don que regeneraba mis faltas y me empujaba a hacer el bien allá donde pudiera intuir alguna sinrazón. Esa amalgama mental, con el tiempo, ha ido trenzándose con otros hilos y sus costuras están zurcidas en otras direcciones. Sin embargo, la idea de cambio vuelve siempre que se aproxima esta fecha. 

Hoy las cenizas que veo vuelan lejos, algunas incluso todavía lo hacen arropadas por halos de fuego que brotan de la hoguera donde arde impávida la Sardina. Puedo oír cómo esas briznas fogosas se elevan, dejándose mecer por las ráfagas del viento que participa de un baile que perpetra la familia de Dimonis en manifiesta libertad. Porque la plaza –una de las pocas de la ciudad que aún resiste a ser torpemente maquillada con chiringuitos de neón hortera y alfombras de cemento que silencia huellas–, vibra toda ella al son de una danza que revoluciona nuestras entrañas. Que nos apremia a quemar todo lo que apesta a podrido a nuestro alrededor, que nos advierte del poder transformador de la risa convertida en crítica y que nos empuja a saltar muy alto, tan alto como los sueños lleguen a alcanzarnos. Y así, empapada de olores encarnados y pigmentos de explosión, entre una algarabía de lágrimas dulces y petardos de protesta, esta noche vuelvo a imaginar que juntos poseemos un valioso don, un don que nos concede la capacidad de inventar este mundo con otros colores y alborotarlo con la música que queramos componer para la ocasión.

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