Desde hace ya varios lustros, Volkswagen es la marca de coches más aburrida que uno puede imaginar. Es imposible encontrar un atisbo de emoción en sus vehículos. Además, VW ya no es sinónimo de “coche del pueblo”, sino que más bien se trata de una especie de clase media de la automoción, unos abnegados y confiables trabajadores que los fines de semana cuentan las horas para que llegue el lunes y así volver a la rutina.
Ahí reside una parte del éxito comercial de VW: puedes confiar en que siempre te va a llevar a tu destino. Un coche que no te va a dar alegrías, pero tampoco sobresaltos. En una palabra, es alemán.
Pero claro, resulta que un día se descubre que, durante años, la tecnología alemana se ha ocupado de incluir un software fraudulento que engañaba a los medidores de emisiones contaminantes, permitiéndole jugar sucio respecto de sus competidores. ¡Vaya con el eficiente trabajador de la Baja Sajonia!
Después uno se entera de que, desde 2006, está en construcción el que debía ser el aeropuerto más importante de Alemania, el de Berlín-Brandemburgo. Con un presupuesto inicial de 2.300 millones de €, y fijada su apertura en 2010, por el momento se llevan gastados 5.700 M€ y aún es imposible marcar una fecha de inauguración. Sólo por comparar, en el aeropuerto fantasma de Castellón se invirtieron 150 M€, un despilfarro intolerable, pero una cantidad ridícula comparada con el eficaz diseño alemán.
La supuesta eficiencia alemana contrasta con los sobornos millonarios pagados por Siemens a políticos de países de todo el mundo para amañar concursos públicos, el espionaje de periodistas y directivos protagonizado por la Deutsche Telekom, la manipulación de valores bursátiles y de mercado llevada a cabo por el Deutsche Bank, o sus redes de ferrocarril con sobrecostes astronómicos y sin acceso para personas con movilidad reducida. Políticos alemanes que han copiado sus Tesis doctorales al más puro estilo Ana Rosa Quintana. Eso por no hablar de la maravillosa gestión económica de Alemania, un país que cuenta con más de 7,4 millones de trabajadores que sobreviven con minijobs cuyos salarios no sobrepasan los 450 euros mensuales.
Con todo esto no pretendo decir que “en todos lados cuecen habas”. No, no se trata de eso. Lo más terrible de la esclavitud es que el sometido asimile como normal la desigualdad. Cuando aceptamos esa imagen de marca alemana, eficiente, puntera, organizada, en contraposición a la haraganería y la corrupción mediterránea, estamos comprando unos clichés que no hacen más que reflejar y legitimar una hegemonía comercial alemana. Va siendo hora de volver la vista nuevamente al Mediterráneo.
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