Mes de septiembre, jueves tarde.
El escenario son las paredes de un aula cualquiera de bachillerato en un
instituto cualquiera. Los protagonistas una veintena de jóvenes mayores de
edad. La clase de Historia del Mundo Contemporáneo está a punto de comenzar.
Hoy toca la Ilustración. En sesiones anteriores ya se ha dejado herido de
muerte al Antiguo Régimen y sus monarquías absolutas. La Razón está preparada
para iluminarlo todo.
El profesor cita a Kant, habla
del optimismo en el progreso y la felicidad, del librepensamiento desencadenado
de la religión y la necesidad de ser crítico con el mundo que nos rodea. Cita
de manera resumida las principales ideas de Montesquieu, Voltaire y Rousseau.
En el aula flota como una espesa niebla las frases que más repite: “separación de poderes... la religión no
puede gobernar la sociedad… la soberanía está en la voluntad general…”.
Voluntariamente no ha hablado todavía de la importancia que los ilustrados
otorgaban a la educación, porque
ahora que los alumnos conocen las premisas de este movimiento cultural, les
pasa la pelota. ¿Cómo se podrían alcanzar
los cambios que proponen estos pensadores? No tardan en acertar: “¡Con la
educación!”. Correcto, y ¿cómo debería
ser esa educación? “Un derecho para
todos”, apuntan por la primera fila; “sin discriminaciones”, sentencian por el
final; “laica”, afirman por el lado de la ventana.
El profesor esboza una sonrisa,
satisfecho de ver como la Razón vuelve a iluminar 250 años después. Sin
embargo, su gesto va cambiando conforme el alumnado muestra las cartas de sus
intereses. “Se debería legalizar la marihuana, yo voto por el partido que lo
defiende”. Bien, contesta el
profesor, sería una medida inteligente
para acabar con el tráfico, además en los
países donde está legalizada el consumo es menor. “Claro”, dice otro joven,
“así el Estado se llevaría un buen dinero en impuestos como con la bebida y el
tabaco”. Cierto, la doble moral otra vez,
¿verdad? Pregunta el profesor. Por un
lado anuncio estos productos como algo malo, pero por otro ingreso dinero con
su venta. Y llega el caos. “Lo mejor son las casas de apuestas. Yo y mis amigos vamos todos los sábados, solemos apostar
cincuenta euros y a veces ganamos mucho más. Con ese dinero compramos las bebidas
para salir de fiesta”. Y comienza el coloquio sobre la casa de apuestas tal, el
salón de juegos cual. Resulta que casi la mitad de la clase va habitualmente a
estos lugares y todos conocen a gente que apuesta con regularidad.
Pronto, muy pronto se descubre el
pastel: los medios de comunicación. Televisión, radio y para ellos sobre todo
internet, se convierten en altavoces para nuevos apostantes. Betfair, William
Hill o Bwin hacen el agosto mezclando deporte y juventud. Otros apuestan en
casinos con los juegos clásicos como la ruleta y cuentan en clase los trucos de
probabilidad para ganar. El profesor se siente aturdido. No sabe cómo la clase
ha llegado a ese punto. Él quería hablar de la cultura del esfuerzo en igualdad
de oportunidades, de la dignidad humana centrada en construir una sociedad más igualitaria y gobernada
por la justicia social. Sin tiempo de reacción suena la música que anuncia el
cambio de aula. Camina hacia la puerta mientras la clase continúa hablando del
salón de juegos tal con la apuesta múltiple de cual, la misma en la que hace
unos segundos Rousseau ha perdido en la ruleta rusa.
¿Qué tipo de sociedad queremos?
Empiezan las apuestas, ¡hagan juego, señores!
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