Por Alfonso Rodríguez Sapiña
Ha llegado a mis oídos la muerte de Leopoldo María Panero. Debe ser falso: la muerte no existe, no debe existir para los grandes poetas locos. Su lápida es un mero fingimiento para que se agachen las flores verdes, maduras y mustias de los que persiguieron un Parnaso lleno de estatuas huecas. De un agujero llamado nunca-jamás salen trastos, de aquí para allá explotan palabras de dulce y lánguido artificio. Triste el que no ve la travesía de una lírica atravesada del don único de impactar, coherentemente, contra lo impuesto. Dicen que el poeta se ha fugado del manicomio de la vida: los oídos de todos nosotros, amantes de sus versos, los todavía presentes ante el misterio de seguir vivos, no podemos evitar el extrañamiento ante su huida, por mucho que la vida del poeta estuviera abocada a una suerte nada benigna, a una mala noticia en breve. Leopoldo María Panero no recibirá el Nobel ni cumplirá su sueño de largarse a París a vivir sus últimos días. Que mane de nuestras plumas un homenaje sin sombra de desencanto hacia su figura, porque, pese a representar lo mórbido, lo sórdido o lo extraño, no podemos olvidar la renovación, originalidad y el alcance de su obra, no sólo para su generación, sino muy probablemente para las venideras.
Ha llegado a mis oídos la muerte de Leopoldo María Panero. Debe ser falso: la muerte no existe, no debe existir para los grandes poetas locos. Su lápida es un mero fingimiento para que se agachen las flores verdes, maduras y mustias de los que persiguieron un Parnaso lleno de estatuas huecas. De un agujero llamado nunca-jamás salen trastos, de aquí para allá explotan palabras de dulce y lánguido artificio. Triste el que no ve la travesía de una lírica atravesada del don único de impactar, coherentemente, contra lo impuesto. Dicen que el poeta se ha fugado del manicomio de la vida: los oídos de todos nosotros, amantes de sus versos, los todavía presentes ante el misterio de seguir vivos, no podemos evitar el extrañamiento ante su huida, por mucho que la vida del poeta estuviera abocada a una suerte nada benigna, a una mala noticia en breve. Leopoldo María Panero no recibirá el Nobel ni cumplirá su sueño de largarse a París a vivir sus últimos días. Que mane de nuestras plumas un homenaje sin sombra de desencanto hacia su figura, porque, pese a representar lo mórbido, lo sórdido o lo extraño, no podemos olvidar la renovación, originalidad y el alcance de su obra, no sólo para su generación, sino muy probablemente para las venideras.
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