Deseo de ser piel negra

La búsqueda de ser Otro y subalterno en la personalidad agónica de la posmodernidad 
Por Dulcinea Tomás Cámara

 Si fuera un escritor africano no sonaría en mi jardín la voz de Adriana Calcanhotto cuando sentado en una mesita de madera y anocheciéndome frente a una libélula y a una pluma de cristal viniera una mujer a pedirme un vaso de agua (como en aquel relato de Ondjaki). Tampoco sonaría Dora de Cicada en la casa repleta de libros y de falsos retratos del vendedor de pasados (como en aquella novela de José Eduardo Agualusa). Si fuera un escritor africano no sería angoleño como ellos, y en lugar de Brasil sonaría la voz congoleña de Gasandji, que se desliza hirviendo como el calor en los brazos de una rueca, como las manos que domestican las manos de los hombres en un bar de Cabo Verde.
Pero no soy un escritor africano y a lo mejor escribo porque me sé de memoria que si mi segundo apellido empezara con k, sería «Kamara», y entonces tendría una conocida genealogía ilustre en el oeste de África. Y contaría historias en voz alta, conservadora y temida como un griot. O si el primero tuviera una h intercalada sería «Thomas», y alguien podría pensar que soy una joven novelista nigeriana, lejana pero emparentada con el gran Biyi Bandele. Pero no soy un escritor africano y aunque quisiera y estuviese menos sola, mi sangre seguiría sin oler a almizcle ni a jazmines, ni tendría mayor importancia en este siglo donde las minorías (la todavía implícita minoría de edad, la perversión de seguir afirmando que alguien es minoría por una abstracción absurda y anacrónica y racista de cuando alguien era menos humano que otro) nos cobran las deudas. Con apodos inconquistables –ni la imaginación más abusiva podría inventarse un nombre tan frondoso como NoViolet Bulawayo, Chimamanda Ngozie Adichie, Uzodinma Iweala– y una literatura tan brillante que nos destruye el presente con una belleza que duele como sólo puede doler una humillación atestada con la jabalina afilada del rechazo. 

A veces me entristece pensar cosas así: que crujiendo de complejos nos vamos a buscar  una iglesia umbanda a mediodía en Buenos Aires, a hilar telares con el pelo rubio en una pobreza de mapuche desteñida con ginebra. Haciendo el ridículo. Disfrazados de indios y negros y campesinas, admirándonos las plumas en el pelo, dibujándonos tatuajes con dientes de animales que ya no existen, luchando para que nos dejen entrar en algún rito iniciático como si el mundo tuviera que aguardarnos un ascensor, queriendo alucinar visiones en la vigilia como nos imaginamos que ven el futuro los demás, que siempre son exóticos y pintorescos. A los que defendemos no por ser iguales sino por ser distintos. 

Sufrimos, luchamos, trastocamos la voluntad de nuestro propio cuerpo, que con una inocencia de biznieto y ajeno a su presencia desquerida, se quiebra y se defiende de una transformación imposible. Un cuerpo que ya no se debate siete vidas por ser blanco, por ser ingrávido ante el paso del tiempo y por navegar las infancias que criamos sin un solo reloj que nos delate la condición hermosa de ser humanos. Ahora sufrimos por todo lo contrario. Ahora que el posmodernismo nos ha convertido en una sombra inútil y pálida, en prisioneros de una lengua de malhechores y colonos, en un espectro mediocre o iterativo, en una mayoría desgarbada, en un experimento de perfeccionamiento atroz, en doctrinas: ahora queremos ser piel roja, como decía Kafka en su deseo homónimo. Ahora queremos cicatrices tribales y apellidos extraños y lenguas ajenas y ancestros y cuentos y ritos. Ahora que nos asomamos al vacío infundado de ser los nuevos Pueblos–Sin–Historia (y es una nueva mentira, la ceca de la cara, Alicia del otro lado del Atlántico), ahora queremos ser piel roja.
«Si uno fuera un piel roja… siempre alerta, atravesando los aires sobre un caballo veloz, estremecido una y otra vez sobre la tierra temblorosa, hasta dejar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, sin apenas ver la tierra por delante como pradera de hierba segada, ya sin las crines del caballo, sin la cabeza del caballo»
Pero a veces me pregunto qué quiso decir realmente Kafka cuando pronunció su deseo de ser piel roja (¿De escapar de esa blancura de oficinista, de ese té sin rito y sin sed en Centroeuropa, de ese traje negro de sepulturero?). A lo mejor él también entendía la ironía del hambre que nos aqueja ahora. La paradoja de querer–ser–Otro (negro, colonizado, indio, último hablante de una lengua en extinción, anarcofeminista, errante, poeta, vencido, traficante de sueños, niño–soldado, exiliado, mujer, caminante). Ahora, que nos aburre ser tan perfectamente sigloveinte, nos toca el siglo veintiuno que impone la moda de ser perfectamente subalterno. Y como esos arqueólogos empeñados en no admitir la derrota de excavar el cielo, nos buscamos un antepasado desafinado con la certeza desesperada de que no existe. Pero buscando y defendiéndonos de nuestra herencia con el orgullo de no querer aceptar que ya hace años que tan sólo removemos tierra. Y nada más.

Y sé que en el fondo resulta perverso pensar qué sonaría en mis cuentos si fuera un escritor africano. Sé que el deseo de ser piel roja es igual de peligroso que el deseo de no serlo. Y sin embargo a veces yo también quisiera cobrarme la deuda y escribir sobre la forma en que se desliza la voz de Gasandji en un viejo fonógrafo mozambiqueño, entre rosas de porcelana y el sudor de una guerra sangrada en la jungla. A veces. 
Pero a veces también quisiera que el destello de una persona no dependiera del color en el que nos toca jugar. Que pudiéramos acercarnos al otro con la cautela que exige aprender un conocimiento que no es ansioso ni exuberante, ganarnos la confianza de un siglo o de una disciplina sin el deseo de ser piel roja. Y que así, el tiempo me calibre la equivalencia de cualquier canción en cualquier relato, para no tener que ser un escritor africano y poder ser yo misma. No tener que tocar nunca las consonantes en mis apellidos por miedo a que nadie (o a que todos) me lean. Detener, definitivamente, este juego de ruleta rusa. 
(Improvisando mi adultez, hoy puedo decir que me da la misma vergüenza ver a Obiang disfrazando su monstruo con un traje de funcionario benigno, que a un turista fumando peyote y fabricando cartas de amor zulú).

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