Por Miguel Ángel Viso Camenforte
“Que bonitos son los vasos que nunca se usan”, pensó Justa
mientras escudriñaba la vieja vitrina verde. Acababa de entrar en la
casa de su infancia, de sentir el olor a madera del antiguo portón tras
girar dos vueltas la enorme llave de hierro en la cerradura. No tardó ni
dos segundos en abrir las dos hojas de la ventana del salón y quedó
inmóvil observando el polvo que pululaba en el ambiente bañado por la
inesperada claridad del sol. Al lado estaba la vitrina, donde siempre,
con sus verdes patas de madera, los verdes cajones con dorados tiradores
redondos, sujetando en lo alto la cristalera que guardaba la vajilla y
la cubertería buenas. Y comenzó a recordar…
De sus cuarenta y
cinco años de vida, llevaba treinta y siete fuera de aquellas paredes.
Su último recuerdo de la ciudad está empañado en lágrimas, dolor y
miedo. Desde el abarrotado carguero Stanbrook, se despedía sin quererlo
de su madre, la cual, desde el puerto, le lanzaba con las manos los
últimos besos salados, hasta que se perdió el barco en la inmensidad del
mar. Nunca más supo de ella. Tres años antes había perdido a su padre.
Perderlo no significaba que estuviera muerto, simplemente que no estaba,
como si la tierra se lo hubiera tragado de la noche a la mañana. Un día
su padre dejó de habitar la casa y las tierras de alrededor. Su sombra,
como el recuerdo, seguía allí cuidando a la familia y guiando el
camino, pero ya no habría más besos de esos que rascaban con la barba la
cara de Justa, ni abrazos que llenasen los vacíos profundos del alma.
De Enrique, tampoco se volvió a saber.
Justa analizaba el interior
de la vitrina. Una caja de mixtos con el escudo del Hércules, con la
que Enrique encendía el fuego para cocinar; una estampa de la Santa Faz a
la que Marina, la madre, encomendaba protección divina para su familia;
y como no, un cartel de 1936 que año tras año renovaba la vecina María
con los números del sorteo de los iguales[1],
listado con el que Justa jugaba a memorizar con el resto de niños de la
calle. Cerró los ojos en señal de concentración y en voz baja trató de
recordar: “el 1, el galant; el 2, el sol; el 3, el xiquet…”.
Mordió su labio inferior, abrió los ojos y negaba levemente con la
cabeza al rememorar aquellos momentos de juego y vitalidad en el
vecindario.
En medio de todo esto, una vida de treinta y siete
años en Moscú. Una vida de treinta y siete años parece corta, pero según
en qué circunstancias puede convertirse en una eternidad. Los primeros
años fueron difíciles, no los más duros. El Stanbrook le enseñó el azul
lapislázuli del Mediterráneo y la similitud de las ciudades que pueblan
sus costas. De Orán solo recuerda la silueta de los edificios más altos y
los destellos del sol en la orilla. No llegó a poner pie en tierra
firme ya que, en el mismo puerto, otro barco se encargó de llevarla a la
lejana Rusia. La niña Justa se sentía temerosa y encerrada en aquella
residencia de blancos muros y jardines congelados. Sus necesidades
físicas estaban cubiertas. Nunca le faltó un plato de comida caliente a
medio día ni un colchón al anochecer, incluso compartía el tiempo con
otros niños de España con los cuales podía comunicarse sin sentirse una
extraña. Sin embargo, hay necesidades que nunca fueron paliadas. El paso
de niña a mujer sin un segundo de transición, las emociones que
necesitan ser contadas a unos oídos de confianza o la revolución que
sufrió su cuerpo sin el cariño materno, la mimetizaron con el clima
continental, se hizo fría como un bosque helado. Pero debajo de la
escarcha latía la nostalgia de las raíces arrancadas.
Le costó
hacerse con el idioma, sin embargo, una vez aprendido, pudo ejercer como
intérprete en una escuela municipal. Entonces llegó Antón, un joven
moscovita enamorado que pareció reverdecer el espíritu de Justa, pero
pronto volverían las nubes negras, al verse incapacitado para procrear.
Fue un obstáculo para desarrollarles como pareja feliz. Siempre gravitó
su relación en torno a la maldición, como así lo veía Antón, enfadado
con su sino que lo convertía en el protagonista de una ópera
extremadamente dramática con el peor de los finales. Antón, que no podía
crear vida, decidió arrebatarse la suya propia y entregarla a las
espesas aguas del río Moscova.
La última fase en Rusia estuvo
marcada por la soledad. Vivía de alquiler sola, pasaba miedo sola,
caminaba sola por las calles mientras hacía sola la compra y, lo peor de
todo, dormía sola. A pesar de la tristeza y frustración que transmitía
Antón, le echaba de menos. Todas las noches se acostaba de lado en su
parte de la cama, mirando y acariciando la ausencia en el lado de la
cama de Antón. Le gustaba verlo dormir y mover las yemas de los dedos
por su pecho. Las tres personas más importantes de su vida habían
desaparecido de formas perversas: su padre de súbito, su madre en la
lejanía del horizonte borrándose como una pesadilla al despertar, y su
marido después de una larga depresión. Ya nada la ataba a Moscú y
entonces llegó 1976.
Justa regresaba a casa movida por un impulso
interno, algo indescriptible pero imposible de obviar. Sentía que estaba
escrito, que su destino la empujaba a recuperar una vida anterior que
durante décadas parecía acabada. Llegó a la ciudad, la vio cambiada pero
idéntica en lo esencial. Su barrio le traía los recuerdos más felices,
se veía de niña en las niñas que ahora saltaban a la comba. Los geranios
en las ventanas olían igual. La vecina de su portal, la señora María,
no podía creerlo. La reconoció al instante. Mantenía la costumbre de
sacar una silla a la acera para hacer ganchillo. Cuando Justa se fue,
María tenía cuarenta y nueve años. Ahora era una anciana de ochenta y
seis, canosa y arrugada, pero conservaba un brillo especial en los ojos,
la luz de las personas que tienen el espíritu joven y limpio. La señora
María le dio un pañuelo que envolvía la llave de su casa y llegó el
momento de entrar.
Ensimismada en el recuerdo, Justa volvió en sí
al escuchar el ruido de un cartón que alguien desde la calle introdujo
por debajo de la puerta. Lo recogió con recelo. Entonces comenzó a reír.
El cartel con las terminaciones del sorteo de los ciegos de 1976. Se
apresuró a colocarlo en la vitrina al lado del otro. Los pestillos
ofrecieron una ligera resistencia pero finalmente cedieron. Justa
permaneció mucho tiempo ojeando las dos fechas. Cerraba los ojos con
fuerza y susurraba: “el 4, el llit… el 16, la guitarra… el 26, el
pollastre… el 41, el negre… el 50, el cartutx… el 63, la paella… el 71,
el mestre… el 88, les mamelles… el 94, la rata… el 96, l’Esplanada… el
99, l’agonia”. No quiso contar el último, el 00, porque todavía le
quedaba mucho por vivir. Llenó un cubo de agua en la fuente que seguía
en mitad de su calle y comenzó a baldear el portal. La señora María la
observaba por encima de las gafas, sin dejar de tejer. Justa ya era
otra, acababa de atravesar un túnel de casi cuarenta años. Ahora era
capaz de mirar al pasado y comprenderlo todo, de darse las respuestas a
las preguntas que la vida no le había formulado. Era una mujer plena. Y
1976 un buen momento para perderle el miedo al fascismo.
[1] Este es el nombre que recibía, en la zona de Levante, el sorteo de los ciegos antes de la creación de la actual ONCE en 1938.
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