Crónicas desde tierras carolingias

Por Dulcinea Tomás Cámara 

A veces Carolina me cuenta las cosas más extrañas, por ejemplo, que sus tíos viven en Isla de Reunión. Sé que es verdad porque sabe dónde queda este destino inverosímil pero no sabe cómo llegaron allí: cuando ella nació, ya estaban, y por eso, para ella están allí desde siempre. En su árbol genealógico, que cuelga en una pared de clase, se desbrozan las alianzas, los rivales y la herencia con la pulcritud de un especialista. Jugando con los códigos del experto figuran su tortuga y su hámster en su descendencia, ella viéndose madre, una gran broma evolutiva en los flecos del último posmodernismo. La niña de siete años que siempre sonríe y jamás protesta se imagina con dos hijos o en el gesto de cuidar asume que ella cumple esa función incontestable. 

Cuando dibujan o se distraen en algo más o menos mecánico, me doy cuenta de que los niños confiesan las cosas más complejas sin censura, o mejor dicho, cuentan todas esas cosas que hacen y nosotros también hacemos pero nunca admitimos. Ellos ni siquiera encuentran la necesidad de justificarse, de hecho a veces tienen la misteriosa resignación de aquel que aún no ha tenido tiempo o razones para desarrollar excusas o heridas que argumenten la maldad de un acto reprochable. Un día Carolina me contó que a veces se enfadaba y decía cosas ya no podían deshacerse. Lo dijo triste, como si soliera pasarle y no supiera aún cómo se amnistían los actos que nos abochornan. 
Intenté decirle lo que me dicen y digo siempre (lo que circula en estas situaciones en el mundo de la adultez, enormemente compasivo en comparación con el de ellos). «Es normal decir cosas que no sentimos a veces, pero la gente que nos quiere sabe que estamos enfadados y que no lo decimos con mala intención». 
Levantó la mirada del dibujo, más seria que antes, como si mi consuelo atacara la dignidad de poder equivocarse y el heroísmo de que otros confesaran su dolor ante una crueldad: «Sí, pero las personas también tienen derecho a que les duela. O a enfadarse». No me acuerdo si insistí o le di un poco la razón. Su enroque fue maestro. 

Y ya no dije más nada: entendí que desconozco el laberinto de la infancia, de porqué se dejan abrazar los niños con tanta calma, de qué piensan cuando ven cosas que no deberían ver, si su tristeza es abstracta o si un capricho otorga más placer cuando se frustra que cuando se conquista. Cuantos más niños conozco, más extraños se me antojan, más frágiles. Y más compasión me tengo, y más ira y más rabia me da ver niños a la intemperie. Niños que ya ni siquiera dan esa guerra que nos otorga la madurez de la paciencia, y que contamos en la oficina con más orgullo que cansancio. Aunque cada día –hacerse mayor es también una progresión de descubrimientos más o menos desgarradores– estoy más convencida de que fuimos nosotros los que siempre le dimos guerra a ellos, esperando parir una generación que viniera con pan y pacifismo bajo el brazo. Pero casi todos los niños nos imitan las recetas: finalmente, la puntería y el pastel les sale casi igual de bueno que a nosotros.



El otro día inventamos países. En el fondo todas mis clases son experimentos para saber a qué edad se empieza a cuestionar las consignas (y no la tarea): por qué países, o naciones, o banderas o reconocerme fuera de este país, y de esta clase, y de este cuerpo. A veces no sé si las causas pedagógicas se me van de las manos y se reducen a un puro ejercicio de exploración por cuenta ajena, de antropología salvaje entre estos nativos encogidos y con la empatía más guardada que el instinto, habitando el desgobierno de las rabietas, dando las comidas y los sueños por sentado. Acariciando pantallas antes de saber qué es una caricia. Yo también hice un país murmurando mis hipótesis fallidas. Los niños dibujaban emblemas con criaturas y colores prolijos, encantados ante la dictadura de pintadas bárbaras ondeando en otros mástiles, y de himnos sin rima, y de comer pizza o hamburguesa a cada fiesta nacional. Los niños no entendieron qué significaba conmemorar. Sólo los adultos tenemos sitios que no existen, donde nos deniegan llorar una lesión social. Los que ganan poseen fetiches diferentes: las victorias se festejan, no se conmemoran. 

El país de Carolina no tiene la bandera más bonita, pero sí mucha información. En el apartado de clima, cada país –que en el fondo emula fórmulas y formaciones conocidas– los niños apuntan “soleado” o “lluvioso”, poco más que el color de las nubes, la temperatura absoluta y la velocidad del viento. Pero Carolina, como sorteando mi consigna inútil y convirtiendo todo en un experimento distinto, escribe lo siguiente: 
«Por la mañana hay estrellas rojas, por la tarde salen astronautas con purpurina, y caen del cielo. Y por la noche caen meteoritos que hablan cartaginés». El traje tradicional del país de Carolina es ir descalzo. 

Pensé que a lo mejor, esta es la manera en que protestan los niños o conmemoran su pérdida frente a un mundo que se les escapa todo el tiempo. Siguiendo nuestras órdenes y subvirtiéndolas con un contenido (o con un sentido), imprevisto. 
A lo mejor por eso tenemos niños y nos enamoran así. Por la respuesta inesperada. Porque jamás sospechan de nuestras preguntas, y por eso nos desafían con esa impunidad hermosa. Porque jamás cuestionan nuestras certezas, que nos crecen sin darnos cuenta como las canas, y nos hacen cosquillas en muelas de juicio de dudoso criterio. Y un día, catalizada por la presencia impertinente y maravillosa de los niños, nos duele la memoria de tanto intentar rescatarnos las ganas de cambiar las reglas del juego a mitad de partida. Con esa maldita libertad, esa rebeldía intuitiva que tiene Carolina para hacer un daño irreversible y que sus meteoritos hablen una lengua muerta, y saber dónde queda Isla de Reunión. En un país que ella se inventa y en el que nadie la obliga a nada. Ni siquiera a ponerse los zapatos. 
Dice la televisión que a diez mil kilómetros de aquí, los niños de una favela le rinden homenaje al país de Carolina, y salen cada día con los pies descalzos. A la intemperie. Sin que caiga sobre sus cabezas más que algún tirón de pelo y deseos que no se cumplen nunca y sin embargo, siguen pidiendo ante cada meteorito con cola de esmeraldas que a ellos les canta en portugués. 
A veces, el país de Carolina es aún más invisible que su Isla de Reunión, donde están sus tíos desde siempre, como los pobres, el olvido, o la lógica de un niño

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