Por Eduardo Bueno Vergara
Marzo de 2007. Último
curso de la Licenciatura en Historia. Entre las cinco asignaturas que debía
completar ese cuatrimestre, figuraba una cuyo nombre no hacía presagiar precisamente
toneladas de diversión: Historia de las instituciones
de la Europa comunitaria. Sin embargo,
vista en perspectiva, fue muy útil, pues nos enseñó cómo la ideología se
cuela sigilosamente en los planes de estudio.
En una de las primeras
sesiones, la profesora nos pidió que, de forma anónima, los alumnos
respondiésemos a la pregunta “qué es Europa”. La mayoría optó por no calentarse
mucho la cabeza (hacía poco que habíamos acabado los exámenes de febrero), de
modo que contestaron “Europa es un continente”. Las respuestas parecieron
contrariar a la docente, que cada vez las leía con mayor desgana. Sabía que le
iba a costar lograr el objetivo de la asignatura que no era otro que vender
(sí, “vender”) a los historiadores del
futuro el proyecto de la Unión Europea.
Aquella profesora, que
bien podía pasar por una funcionaria de Hacienda de Baviera, tenía como fin
último hacernos entender lo importante que era el proyecto de unificación
europea. Para ello, la asignatura se había configurado como una sucesión de
“conquistas” o logros dentro de un camino que nos llevaba desde la época de las
tinieblas posterior a la II Guerra Mundial, a la esplendorosa Eurozona actual.
Se nos presentaban una serie de héroes, los padres fundadores (Monnet, Schuman,
Adenauer...); un villano que era De Gaulle (y cualquier dirigente contrario a
ceder soberanía ante la nueva entidad supranacional), y unos hitos de obligado
conocimiento y celebración (la declaración Schuman, los Tratados de Roma, la
ampliación a los países del este...). En
definitiva, se trataba de una historia whig,
positivista y absolutamente legitimadora del presente, en la
que la crítica brillaba por su ausencia.
No menos interesado era el
“manual” recomendado en la bibliografía: Historia
de la integración europea. Una especie de relato hagiográfico cuya
dedicatoria “a los españoles de nuestro tiempo, ciudadanos de Europa”, puede
dar una idea de su contenido.
Varios eran los
pensamientos que atravesaban esa visión edulcorada de la UE y que se pueden
resumir en:
1. Desde la noche de los
tiempos, ha existido un espíritu europeísta de unidad.
2. Cuando los territorios
europeos han estado organizados mediante estados soberanos, las guerras han
sido constantes.
3. Con cada crisis surgida,
se ha aprovechado para dar un paso más en la integración. Algo así como una
doctrina del shock diplomática.
A las pocas semanas de
iniciar la asignatura, la profesora tuvo que abandonar la docencia. Su
sustituto continuó el programa de la asignatura marcado (hubiese sido una
locura cambiarlo) pero nos confesó que él no hubiese apostado, en ningún caso,
por una visión tan parcial y triunfalista de la UE.
En los últimos años hemos podido comprobar que, efectivamente, la UE actual está muy alejada del ideal de un espacio común garante de la paz, la libertad y los derechos sociales que nos quisieron vender. La reciente humillación griega y las oscuras negociaciones sobre el TTIP, certifican el final de un proyecto que ha tenido mucho de propaganda y buenas intenciones y poco de compromiso real con la democracia. Entristece comprobar cómo sigue vigente la Europa de los mercaderes, la Europa de los Fugger, la Europa de la persecución de la heterodoxia, la Europa sometida a un poder con pretensiones hegemónicas.
La UE diseñada desde arriba
mediante la tutela de unas elites económicas ha resultado ser un fracaso. En
nuestra mano está proponer un modelo alternativo, construido desde abajo, sobre
los cimientos de la fraternidad de los pueblos y el respeto a su soberanía. El
colonialismo, aunque sea de baja intensidad, debe ser cosa del pasado.
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