Por Eduardo Bueno Vergara
Los tiempos están cambiando a marchas forzadas y lo que anteayer parecía imposible, hoy se presenta ante nosotros perfectamente tangible. Después de una larga travesía por el desierto de la resignación, estamos recuperando poco a poco el único contrapeso que puede nivelar la balanza de la justicia social: la rebeldía. Es hora de rescatar y escuchar la voz de tantos y tantas que, a lo largo de la historia, jamás agacharon la cabeza. Desde los héroes más o menos folklóricos como aquell palleter que li va declarar la guerra a Napoleó, hasta Manuela y Ada, las dos luchadoras que han devuelto la sonrisa a las dos ciudades más pobladas del país, llevadas en volandas por una marea de ilusión y creatividad difícilmente imaginable hace unos años.
Desde siempre, la rebeldía del pueblo, de la gente, de los de abajo, ha dado lugar a todo tipo de estrategias de resistencia contra el poder. Algunas pequeñas, como la picaresca del Lazarillo de Tormes, y otras en forma de violentas revueltas como los motines de Esquilache que infundieron un terror inaudito entre los privilegiados que vieron peligrar el orden establecido. También encontramos el bandolerismo o la quema de máquinas industriales de mediados del siglo XIX que, con el tiempo, evolucionó hasta la lucha obrera a través de los sindicatos y partidos de clase que tuvieron un gran protagonismo en el siglo XX, y gracias a los cuales en la actualidad podemos gozar de tantos derechos en materia social.
Ni siquiera la dictadura franquista (una de las más sanguinarias que ha existido) pudo extinguir la rebeldía de la gente. El dictador murió en la cama, pero la dictadura murió en la calle, entre centenares de manifestaciones y luchas ciudadanas de diversa índole que al final, pudieron traer la democracia. Y fue precisamente en democracia, una vez que hubimos alcanzado ciertas metas, cuando olvidamos la desobediencia a un lado, convencidos de que la entrada en la Unión Europea sería el camino para equipararnos a nuestros vecinos del norte.
Pero no fue así y las elites se encargaron de hacer añicos el contrato social firmado durante la Transición. Una democracia imperfecta y con grandes dosis de corrupción e impunidad se podían aceptar en un marco de protección social. Sin embargo, con la crisis económica, se planteó la disyuntiva de gobernar para las grandes corporaciones o gobernar para los ciudadanos, y los partidos de régimen optaron por los primeros. Sin contrato social, la única esperanza de las elites era convencer a la mayoría de que la situación era inevitable, que era necesaria y que no había otro camino, que había que trabajar más, cobrar menos, apretarse el cinturón y esperar tiempos mejores.
Se equivocaron, por supuesto. Cuando las instituciones abandonaron a las personas, éstas se organizaron por su cuenta y comenzaron a reconstruir el tejido social basado en la colaboración y no en la competencia. Despertar la rebeldía frente a la resignación, cambiar el individualismo por el comunitarismo. El resultado, una eclosión de resistencia que ha tomado tantas formas como sus protagonistas han podido imaginar: luchas sindicales, movimientos anitidesahucios, escraches, desobediencia civil, manifestaciones, acampadas pacíficas, teatros de barrio, recogida de firmas, medios de comunicación autofinanciados y decenas de iniciativas más.
Las pasadas elecciones municipales y autonómicas sólo han sido una pequeña muestra de hasta qué punto la democracia está viva en este país. Queda mucho por recorrer, pero ya se ha abierto el camino y sólo hay que empezar a andarlo para cambiar el mundo.
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