Por Eduardo Bueno Vergara
Escena de la genial película El Verdugo. Amadeo, el funcionario encargado de aplicar la pena capital, junto con su yerno José Luis, acuden a la feria del libro en busca de una recomendación. El escritor Sr. Corcuera, un hombre de peso dentro de la burocracia estatal, que ese día se encuentra firmando ejemplares de su obra, debe facilitarles cierto enchufe para que José Luis pueda suceder a su suegro en el cargo de verdugo.
Antes de que Amadeo y compañía encuentren el lugar donde está el Sr. Corcuera, una joven pareja se acerca al escritor. Son jóvenes y la chica, de pelo moreno y corto, viste con pantalón, una camisa de manga corta y tapa sus ojos con gafas de sol. El contraste con el resto de personas que camina por la feria del libro es más que evidente. La pareja confunde al académico con el librero y le preguntan si tiene algo de Bergman o Antonioni, ambos directores de cine. “Bergman, Bergman... ¿la actriz?”, responde Corcuera extrañado.
Los jóvenes desisten, se marchan y en su camino, Amadeo les pregunta si el Sr. Corcuera estaba firmando libros en la caseta de la que ellos venían. La pareja, a pesar de que acaban de hablar con el autor, contestan que no lo saben.
Con esta breve escena, Berlanga y Azcona pretendían señalar el abismo generacional existente en la España del momento. Hacían notar la ausencia de referentes comunes entre jóvenes y mayores. En realidad, toda la película es una alegoría de la distancia que, de forma más o menos acusada, se produce entre abuelos, padres e hijos. Costumbres, ideas o anhelos cambian de una generación a otra, como, también lo hacen nuestros referentes intelectuales.
Para entendernos, un intelectual no es necesariamente un tío muy inteligente, muy culto o con muchos títulos académicos. Un intelectual es aquel cuyas palabras tienen eco entre la población, difunden una idea y, a su vez, dan argumentos para que otros puedan defenderla. Para lanzar un mensaje suelen utilizarse distintos espacios de opinión en periódicos, radios o TV. Así, hay que tener en cuenta que cualquiera que hable o escriba en un medio con proyección pública, tiene la intención de influir en sus destinatarios, desde el Editorial del New York Times, hasta la publicación más breve en el muro de Facebook.
Hago referencia a estas cuestiones por un artículo de opinión que pudimos leer hace unas semanas en el diario Información, firmado por su director Juan Ramón Gil. Dicho artículo es un despropósito poco razonado contra Podemos, impropio de la primera pluma del periódico más leído de la provincia de Alicante. Como bien apunta el profesor Pascual Pérez, en realidad, el autor ya tenía sus tesis preparadas y sólo estaba buscando una excusa para poder soltarlas.
Que los principales medios de comunicación mantienen un apoyo sin fisuras a los partidos políticos comprometidos con el bipartidismo y la defensa numantina del Régimen del 78, no es ninguna novedad. Sin ir más lejos, para el caso que estamos comentando, Juan Ramón Gil acusaba a Podemos de ser una “nueva casta”, y en su mismo periódico, el 22 de marzo, podíamos leer una noticia titulada La “casta” de Podemos. O lo que es lo mismo, el jefe señala la línea editorial que van a seguir la mayor parte de las informaciones de ese periódico.
Pero la rabia demostrada por el director del diario y la rabia que ideas renovadoras o rupturistas provocan en no pocos “intelectuales” y pretendidos líderes de opinión, no es sólo una cuestión de lucha política. Se trata también de ese abismo generacional que mostraba Berlanga en El Verdugo.
Para los que vivieron la dictadura, la llegada de la democracia ha sido, sin duda, el acontecimiento histórico más importante que les ha tocado vivir. Se han sentido parte de algo trascendental y los ideólogos se han encargado de moldear el relato de los acontecimientos de las últimas décadas. Así, por un lado se ha idealizado la libertad, la prosperidad y la estabilidad logradas a partir de la Transición. Por otro lado, los intelectuales que han contado esa historia una y mil veces, han logrado prestigio social al amparo de los poderes económicos y los principales partidos políticos. A condición de no tocar mucho las narices, los intelectuales cortesanos reciben un reconocimiento, pero también cosas más mundanas como la invitación para una entrega de premios, un cubierto para una cena benéfica, laureles por parte de las autoridades, una consideración especial en una editorial... Dicho de manera sencilla, pueden sentir que formar parte de una elite.
Vaya por delante que pasar de una dictadura a una democracia es un logro considerable y que eso no se puede cuestionar. Pero con los nuevos retos sociales aparecen nuevos anhelos. Deseos de cambiar las cosas, aunque sea bajo proclamas sencillas como “pan, trabajo, techo y dignidad”. Estas demandas son fruto de un cambio generacional, de la necesidad de no detenerse en las conquistas sociales y continuar andando el camino que con tanto esfuerzo iniciaron nuestros padres.
Pero esas ansias de cambio no son comprendidas por muchos. De repente, las palabras de aquellos que engolan la voz al hablar de Transición, Constitución, consensos y demás lugares comunes, resulta que están oxidadas. Gente que ni puede, ni quiere entender que los tiempos cambian y que sus legítimas aspiraciones del pasado nos vienen pequeñas, del mismo modo que Amadeo estaba empeñado en que su yerno desempeñase el oficio de verdugo.
Y así, entre la incomprensión de los pretendidos intelectuales de un tiempo pasado y el miedo a perder esa legitimación social nacen las respuestas furibundas contra todo aquello que implica cambio. Como suele decirse, si das de comer a un pobre eres un buen cristiano, pero si preguntas por qué el pobre es pobre, entonces eres un rojo peligroso y acabarás en chirona. Quienes quieren salir en la foto no deben moverse mucho. Sin embargo, ese barniz de intelectual progre sólo esconde un interior timorato y profundamente conservador. Desconfían de la juventud y piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. En realidad, están anclados en unas estructuras caducas y empiezan a parecerse a Estela Reynolds de La que se avecina, una antigua gloria del cabaret atrapada en el tiempo, un personaje esperpéntico que rememora el éxito y la fama del pasado, un personaje mitad cómico, mitad patético. Incapaz, en cualquier caso, de mirar al futuro con ilusión.
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