Por Eduardo Bueno Vergara
El régimen político del 78 toca a su fin. Para una gran parte de la población no responde a las demandas democráticas exigidas para un Estado europeo del siglo XXI. Se acaba el bipartidismo y la sensación es muy parecida al desencanto de ver una mala película que alguien de confianza nos había recomendado. Quizá un comienzo esperanzador, un nudo decepcionante y un final demasiado largo. En resumen, un bodrio, indignación y ganas de que se acabe.
En nuestra película del parlamentarismo español hemos tenido tres actores principales: el bueno, el malo y el feo. Evidentemente, el bueno era el Partido Socialista Obrero Español, el partido de la ilusión, de la movida, de la europeización del país. El partido apoyado por los intelectuales y por los artistas, por los trabajadores, los funcionarios y por una clase media con conciencia social. La formación del talante, de la concordia, del buen rollo y de la alianza de civilizaciones.
Por otro lado estaba el malo, que es el Partido Popular. Era como ese señor que huele a naftalina, en blanco y negro, con pinta de facha y que levanta el brazo con demasiada facilidad. Se podría decir que es una especie de impulso irracional que ha pervivido del franquismo y que debe mostrarse de vez en cuando para reconducir a una población descarriada. El PP era la mano dura contra ETA, el azote de los funcionarios que no daban palo al agua, el guardián de la moralidad, el partido que acababa con las subvenciones a los cineastas que vivían del cuento.
El feo era Izquierda Unida, que no era un actor principal, pero se le solían conceder frases. Nadie quería bailar con IU, era el típico al que no le dejaban entrar a la discoteca de moda. Camino a la marginalidad, su fuerza era tan pequeña que cuando el bueno o el malo le sacaban a bailar, el feo aceptaba entusiasmado la invitación y hacía todo lo posible para lucirse en la pista y alcanzar el cielo. Todo en vano: cuando el primer débil resplandor del alba asomaba por la ventana, siempre escuchaba la misma cantinela: “te quiero, pero como amigo”.
El bueno, el malo y el feo. Una película repleta de mentiras, corrupción y manipulaciones. Un expresidente socialista asesorando al hombre más rico de la tierra, un expresidente popular que actuaba como comisionista en negocios con Gadafi, y hasta los cameos de un jefe de estado con las sabidas inclinaciones borbónicas al uso indiscriminado del rifle y la pistola.
Un film repetitivo hasta la náusea, o quizá una serie de televisión en la que cada capítulo es idéntico al anterior y sólo cambian los títulos de crédito.
Cuando en el cine una película es larga, tediosa y hasta desagradable, sucede lo irremediable. Primero se escuchan toses del público, las butacas resultan incómodas y los espectadores se retuercen en ellas. Después un murmullo, primero sordo y después rivalizando con los vacíos diálogos de los personajes. Alguien lanza un comentario despectivo contra la película que es recogido con alborozo por el resto de espectadores. Acto seguido, la mayor parte del público abandona la sala. Sólo unos pocos se quedan para ver el final, los que piensan que han pagado la entrada y que es mejor perder el tiempo que regalarlo. La proyección prosigue, el bueno y el malo pasan a la siguiente secuencia. El bueno promete ser más bueno y el malo menos malo. Ellos mismos han perdido el hilo de la película. Pero da igual porque ya nadie les escucha, la gente está en la calle. La película continúa pero la mayoría ya ha visto el rótulo que anuncia el final: The End.
En nuestra película del parlamentarismo español hemos tenido tres actores principales: el bueno, el malo y el feo. Evidentemente, el bueno era el Partido Socialista Obrero Español, el partido de la ilusión, de la movida, de la europeización del país. El partido apoyado por los intelectuales y por los artistas, por los trabajadores, los funcionarios y por una clase media con conciencia social. La formación del talante, de la concordia, del buen rollo y de la alianza de civilizaciones.
Por otro lado estaba el malo, que es el Partido Popular. Era como ese señor que huele a naftalina, en blanco y negro, con pinta de facha y que levanta el brazo con demasiada facilidad. Se podría decir que es una especie de impulso irracional que ha pervivido del franquismo y que debe mostrarse de vez en cuando para reconducir a una población descarriada. El PP era la mano dura contra ETA, el azote de los funcionarios que no daban palo al agua, el guardián de la moralidad, el partido que acababa con las subvenciones a los cineastas que vivían del cuento.
El feo era Izquierda Unida, que no era un actor principal, pero se le solían conceder frases. Nadie quería bailar con IU, era el típico al que no le dejaban entrar a la discoteca de moda. Camino a la marginalidad, su fuerza era tan pequeña que cuando el bueno o el malo le sacaban a bailar, el feo aceptaba entusiasmado la invitación y hacía todo lo posible para lucirse en la pista y alcanzar el cielo. Todo en vano: cuando el primer débil resplandor del alba asomaba por la ventana, siempre escuchaba la misma cantinela: “te quiero, pero como amigo”.
El bueno, el malo y el feo. Una película repleta de mentiras, corrupción y manipulaciones. Un expresidente socialista asesorando al hombre más rico de la tierra, un expresidente popular que actuaba como comisionista en negocios con Gadafi, y hasta los cameos de un jefe de estado con las sabidas inclinaciones borbónicas al uso indiscriminado del rifle y la pistola.
Un film repetitivo hasta la náusea, o quizá una serie de televisión en la que cada capítulo es idéntico al anterior y sólo cambian los títulos de crédito.
Cuando en el cine una película es larga, tediosa y hasta desagradable, sucede lo irremediable. Primero se escuchan toses del público, las butacas resultan incómodas y los espectadores se retuercen en ellas. Después un murmullo, primero sordo y después rivalizando con los vacíos diálogos de los personajes. Alguien lanza un comentario despectivo contra la película que es recogido con alborozo por el resto de espectadores. Acto seguido, la mayor parte del público abandona la sala. Sólo unos pocos se quedan para ver el final, los que piensan que han pagado la entrada y que es mejor perder el tiempo que regalarlo. La proyección prosigue, el bueno y el malo pasan a la siguiente secuencia. El bueno promete ser más bueno y el malo menos malo. Ellos mismos han perdido el hilo de la película. Pero da igual porque ya nadie les escucha, la gente está en la calle. La película continúa pero la mayoría ya ha visto el rótulo que anuncia el final: The End.
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